miércoles, 14 de mayo de 2014

JARTÚM

  
          Ocre, Casi toda la ciudad , es ocre. Ese es el color del polvo en Africa, un polvo limpio, seco. Cada mota es una escama de la  piel del desierto que el viento ha levantado y arrastrado centenares de kilómetros, a veces miles. Es una ciudad higiénica, no es la basura de las grandes ciudades europeas que fermenta  y hiede cerca de los barrios pobres. Aquí el polvo es arcilla, granos de cuarzo, cal y años, muchos años.


          Jartúm está cubierto por el ocre. Cuando llueve, el color gotea de las hojas de los árboles a lo largo de  “La Corniche” que bordea el Nilo. El ocre y el verde se enfrentan en Jartúm como dos enemigos que no pudieran vivir el uno sin el otro. Desde una de las riberas del Nilo, en Ondurman, la ciudad gemela, la tumba ocre de El Mahdi desafia al verde de las palmeras imperiales, los ficus, los sauces y los flamboyanes que adornan el palacio del general Gordon, al otro lado del rio. Entre los troncos, el busto en bronce del general inglés mira en la distancia la cúpula de la tumba donde descansa – si puede – su enemigo, el lider de Los Ansares. El Mahdi, el enviado de Dios, le hizo un favor a Gordon cuando lo decapitó. Gordon y Jartúm se convirtieron desde entonces en sinónimos, y de otra forma el militar abandonado por Londres hubiera pasado a ser un simple derrotado. El Mahdi admiraba al inglés, a quienes sus propias tropas llamaban Al Said, el Cid, el señor. Sus guerreros indisciplinados tras siglos de pillaje y comercio de esclavos, eran descendientes de los antiguos ejércitos árabes que, olvidados por los generales de Mahoma, luchaban desde los tiempos de la conquista  de Egipto – y todavia lo hacen – contra los cristianos y animistas del sur. Los árabes nunca pudieron conquistar un territorio sin que, desde dentro, alguien les invitase a entrar. Y nadie les ha invitado nunca a bajar por el Nilo más allá de Jartúm. Aún hoy la guerra de Ecuatoria es terrible, aunque a nadie le importa porque Mc Donalds solo llega hasta El Cairo.


          Desde el hotel Meridien de Jartum se ven los árboles del palacio de Gordon, el gobernador general del Sudán. Pero más cerca, al lado de la plaza donde cada miércoles instalan su mercadillo los  curanderos negros del sur y los milagreros árabes del norte, con sus diferentes pócimas para idénticos males, hay una zona de casas bajas, todas ellas con una gran azotea cuadrada donde, cuando el sol no aprieta, las mujeres, los niños y los viejos esperan la noche. La llegada de una nube de   mosquitos, señala cada anochecer el momento de ponerse a cubierto, si es posible cerca del brasero donde arda una boñiga de camello, mucho más eficaz y menos apestosa que cualquier loción con la que se embadurnan los diplomáticos y los pocos turistas que llegan al Umbral de Africa .


          Aquella terraza era como cualquiera otra.  Algunas piezas de ropa se secaban en la cuerda tendida entre dos palos, un viejo árabe, sentado en un cajón y apoyado en su largo bastón, fumaba una “shisha”  sin levantar la vista del suelo. En la otra esquina de la azotea, diáfana y limpia, un niño vestido con una roida “galabeya”  a rayas ocres y verdes jugaba con su gato.
Los dos eran cachorros: el niño quizá  de siete años, teniendo en cuenta que en Africa los niños de diez parecen de siete y se les trata como de quince, el gato, de pocas semanas, como mucho tendría algo más de un mes. La mirada del viejo estaba fija en el suelo.

          Aquel atardecer era un buen momento para poner en orden las horas pasadas. Desde la ventana de mi habitación del hotel una leve brisa devolvía hacia dentro el humo del cigarrillo, y hacia el este, mas allá del Nilo, mas allá de todo  el desierto, y mucho mas allá del Chad y del resto de Africa, se ponia sangrando el sol. El atardecer es muy lento cerca del desierto. En el Sahara el sol llega a quedarse inmóvil en los últimos minutos de su jornada, suspendido a pocos centímetros del horizonte, y pasa un largo rato antes de que la esfera roja llegue por fin a tocar tierra. Cuando se decide a moverse de nuevo parece que expira agotado, que se desploma. Se puede ver como cae, de golpe. Luego el cielo azul se tiñe de rojo y, antes de que llegue la oscuridad, Africa y sus nubes en forma de copa  de acacia toman el mismo color. Ocre. El gato juega con la pelota de paja que el niño ha atado a un cordel. La agarra y la muerde, imaginando que es un pájaro o un ratón. El viejo fuma, inmóvil, sin levantar la vista del suelo.


          Recordaba la entrevista con el ministro del interior.  Uno de los responsables  del derrocamiento del general Nimeiri, Descalzo y en camiseta, ofreciéndome  té tras té y esperando unas preguntas que no comenzaban nunca porque, después de haber tomado otros diez tés en otros tantos despachos, no me imaginaba que él fuera definitivamente el ministro, y yo continuaba esperando que se abriera una última puerta y apareciera un señor, ya no en corbata, sino al menos en mangas de camisa. Esas horas pasadas no le sobraban a ese día. Eran parte de Jartúm y no desentonaban ni con la ciudad ni con su ocre. El sol ya  está entre el horizonte y las nubes; las tiñe de rojo por abajo. El niño y el gato juegan cada vez más felices. El viejo sigue impertérrito, mirando al suelo.


          Tampoco desentonaba en Jartúm el embajador español ofreciendo whisky  a sus visitas medio sumergidas en la piscina, y mucho menos los cuatro o cinco enormes sapos que entre las hierbas flotantes, de un verde menos intenso que el propio agua,  miraban con desorbitados ojos de asombro el baile de los vasos y los cubiletes de hielo. También era parte del día y de la ciudad ocre, la  canciller de la embajada, vieja gloria hispana a quien se adivinada un ayer de buen mirar, convertida en imprescindible para los diplomáticos a golpe de años sudaneses y de experiencia africana. Se decía de ella que había pasado por los dormitorios de muchos ministros e incluso por el del general Nimeiri, antes de que el militar se entregase en cuerpo y  en alma al integrismo islámico, tan útil para pedir  dinero sin intereses  a los teócratas de la casa real saudí. El niño ya tiene práctica en tirar la pelota hacia el gatito, y cada vez el cachorro la atrapa con mayor presteza. La risa del niño contrasta con el  silencio del viejo. Tabaco, bastón y mirada al suelo.


          Tampoco sobraba, en el cuadro que el día había pintado de ocre, el embajador inglés, aprovechando uno de los últimos destinos donde aún podía vestirse cada día de blanco para tomar el té sin que lo jubilasen del Foreign Office por esquizofrénico. Se vanagloriaba de haber ayudado al Gobierno de Jartúm a asfaltar la carretera de Port Sudán, en el Mar Rojo. La guerrilla asegura que Irak ha proporcionado cientos de armas al nuevo Gobierno a cambio de que le permita instalar misiles en Port Sudán, desde donde se puede cerrar todo el tráfico marítimo hacia el canal de Suez. Al inglés no le importa. Eso es problema de su colega en El Cairo. ¿Cómo es posible que la risa del niño no haga sonreír al viejo?


          Quien sí estaba de más  aquel día, fuera del dibujo ocre, desenfocado, era el secretario de la embajada española, pegando saltos, raqueta en mano, todo Lacoste blanco y Adidas nuevas, corriendo hacia las canchas de tenis del British Club donde le esperaba su esposa. La red de tenis  era para ellos la única línea que merecía la pena cruzar en el Sudán. El partido de tenis era la guinda de un día aparentemente perfecto en su primer destino en el exterior. Había recibido varias películas en video y el “Hola” por  la valija diplomática. El gato ya ha comenzado a saltar entes de que el niño le tire la pelota,  ahora es el gato quien entrena al niño. La mirada del viejo no se aparta del suelo.


          También era parte de Jartúm el amuleto que el milagrero musulmán intentaba venderme a la puerta del hotel. Parecía una pata seca de cabra, con un delicado pañuelo de puntilla en uno de sus extremos, pero era demasiado cara para ser solo eso. Se trataba de una mano humana, la izquierda, disecada, con el pulgar debajo de la palma y los otros  cuatro dedos unidos en dos pares. Al secarse la carne, las uñas parecian haber crecido en forma tenebrosa. Era la mano de un ladrón, mutilado por la ley islámica que ha llenado el sur del pais de mancos y cojos. La mayoría de los condenados a la amputación muere por la infección del hachazo. Los supersticiosos y los curanderos que se pegan por recoger la mano recién cortada juran que el trozo de momia, apergaminado, es capaz de atraer riquezas a quien la tenga en casa. La risa del niño se oye desde la habitación del hotel, pero el viejo sigue inmutable, mirando el suelo.


          Las mutilaciones de manos y pies y las decapitaciones no son nuevas, ya eran habituales con Nimeiri en el poder. Como en el pais de sus primos de Riad, también son comunes las lapidaciones de adúlteras, a quienes se encierra en un saco
  negro antes de que un pelotón de siete cínicos – entre ellos el marido – descarguen sobre él una pila de ladrillos. La lapidación dura hasta que el saco no se mueve, luego se reza un versículo del Corán que justifica todo, como pasa con la confesión cristiana. Después de Nimeiri se temía un recrudecimiento de la “shariaa” – lo que efectivamente sucedió que había sido implantada en 1981 en todo el pais para justificar la decapitación de los cristianos negros del sur y la costumbre de colgar manos cortadas de niños y viejos a la entrada de los pueblos bajo el control de las tropas gubernamentales. A esta barbaridad los soldados del coronel Garang, mas  al sur de Bahr El Gazhal, contestaban metiendo una lata vacía de cerveza en la boca del cráneo que había pertenecido a un soldado musulmán, después de cocerlo para poder limpiar sus huesos. Ese trofeo de guerra, colocado al lado del camino, era la señal de tráfico que anunciaba a los viajeros cuando se acercaban a un poblado controlado por la guerrilla.  A partir de ahí los musulmanes corrían peligro. El niño ha decidido sentarse a jugar con su gato en el suelo. Le hace cosquillas en la tripa mientras el cachorro juega a devorarle una de sus muñecas. Los ojos del viejo no se levantan nunca del suelo.


          El personaje más siniestro del día había sido el cazador catalán, gordo, sudoroso y con una enrojecida red de venas en su nariz de alcohólico. Atendido en todo momento por dos muchachos nubios, además de los camareros del bar del hotel, fanfarroneaba de ser el único occidental que tenía permiso del Gobierno y de la guerrilla para cazar en la provincia de Ecuatoria. Su hija estudiaba en Estados Unidos pero él no podía ir por no sé que lío  con una compañía de exportación.Cuando iba a España, decía que se quedaba en  Marbella, en casa de Adnan Kashogui. Probablemente era falso, aunque sí es cierto que el millonario libanés-saudi tenia muchos negocios  en Sudán.
Me ofreció viajar  gratis en su avioneta hastaYuba para hablar con John Garang, y se atrevía a mencionar en alto el nombre del guerrillero sabiendo que el compañero de barra podía ser un coronel del ejército. Era obvio que vendía  armas a unos y otros. No dudé ni un momento  de su capacidad de matar seres humanos con la misma indiferencia con que podía disparar a un antílope.  A una señal suya uno de sus ayudantes nubios se acercó a una camarera. Era bonita, delgada  y esbelta, probablemente hija de etíopes. Tenia dos finas escarificaciones en los pómulos que mostraban el reciente rito con el que su familia habia celebrado la  pubertad. El nubio habló un momento con ella sin hacer ningún gesto, sin sonreír y mirándola fijamente a los ojos. La joven bajó la vista, dejó la bandeja y, con pasos cortos y las  manos pegadas a sus muslos, siguió obediente al ayudante del catalán. Probablemente fué a esperarlo en la habitación. El niño y el gato parecen ser la única muestra de ternura en Jartúm. El viejo sigue mirando al suelo.


          El dia había cundido, a pesar de las dos horas largas que el viejo aparato de telex tardó en masticar, a trozos, la cinta con la crónica que seguramente ningún periódico publicaría.
“¿Alguien sabe donde queda el Sudán?”. “Yendo hacia donde Cristo perdió el gorro, a la izquierda, pero no me quites espacio para lo de la reunión de Bruselas que tengo ochocientas palabras y hoy va foto del ministro”. Jartúm  está extendida junto al Nilo, casi tumbada a sus orillas. Pocas casas levantan más de dos pisos. Es una ciudad ancha y triple, dividida por los tres brazos de río, pero sin embargo se recorre rápidamente, incluso en calesa, porque su trazado es perfectamente rectangular. La noche anterior había conseguido comprender su aire, deleitándome con él, antes de intentar entender a su gente. El paseo nocturno junto al rio, cerca del puente tendido poco mas allá  de donde confluyen el Nilo Blanco y el Nilo Azul, había sido lento, con largos momentos para escuchar las grullas que emigraban al sur, orientándose por las estrellas, hacia el Zaire y Uganda,. Centenares de luciérnagas intercambiaban mensajes de amor en morse, algunos búfalos chapoteaban en la orilla y una sola estrella más hubiera hecho que el cielo estallase en luz. El Nilo baja muy lentamente hacia Egipto, no se le oye, pero se puede sentir como se arrastra, lleno de limo en el fondo y adornado en la superficie con una capa de lirios de agua, ramas y años, que podrían llegar flotando hasta Alejandría si no fuera porque los detiene la presa de Asuán. Todos los almuecines de Jartúm han comenzado a llamar  a oración. Dios es grande, no hay más divinidad que Dios y Mahoma es su profeta. El gato ha vuelto a perseguir la pelota de paja y el niño se rie a carcajadas. El viejo nunca deja de mirar al suelo.


          El viejo se levantó. Primero él y luego su mirada. Tomó su bastón por el final y blandió el nudo de madera como una maza. De una sola zancada  llegó hasta el gato y estrelló el palo contra su cabeza con toda la fuerza que pudo. Un solo golpe. No miró al niño, no dijo ni una sola palabra, tomó de nuevo su bastón por la empuñadura y regresó a su cajón y a su tabaco. Su mirada quedó fija en el suelo.


          El cachorro comenzó a dar vueltas en círculos cuyo centro era su cabeza aplastada, pegada al cemento. Las convulsiones lo impulsaban, como si una parte de su cuerpo quisiera escapar de la muerte donde ya estaba la otra parte. Solo estuvo vivo unos minutos más, de cintura para abajo.  Sus patas traseras todavía persiguieron un   poco más al juguete de paja  que había quedado al lado de su boca y que comenzaba a mancharse de sangre  y sesos.


          El niño quedó paralizado, no podía quitar la vista de su gato. Los dos agonizaban. El gato de un bastonazo en la cabeza. El niño con un mazazo aún más fuerte dentro del pecho. Permaneció inmóvil, aguantando la respiración y atravesado por la sorpresa. De su mano colgaba el cordel al que estaba atada la pelota de paja. Cuando el gato dejó de moverse se levantó lentamente y fue hacia él, con las manos caídas y arrastrando la cuerda. Se puso en cuclillas junto a la mancha de sangre. La tocó y miró al viejo sin que le contestaran aquellos ojos que ya estaban, otra vez fijos en el suelo.


          El niño levantó en silencio su gato muerto y volvió muy lentamente a su esquina. Su “galabeya”  se manchó de sangre. La ventana del hotel estaba muy lejos para poder ver si había lágrimas en sus ojos. En los míos sí. De repente hizo un frio intenso. Todo el ocre de Jartúm se condensó en mi garganta.
El niño, con la cabeza gacha, dejó de mirar a su gato y fijó su vista en el suelo. Yo también.
                                                                Alonso  de Contreras

                                                                      Enero de 1985



1 comentario:

  1. Querido Sohafi. Llevas algún tiempo sin escribir en éste blog. El viaje que has emprendido esta vez te lo impide. Pero un magnífico periodista, tú lo eres, está permanentemente enterado de lo que ocurre gracias a sus “fuentes”. Por eso sé que leerás este comentario sobre tu extraordinario artículo intemporal a cerca de Jartúm que amablemente Begoña me ha indicado.
    Nos muestras detalles estremecedores que sitúan la entrevista que vas a realizar a un funcionario diplomático en Sudan y que tu agencia de noticias la venderá a los periódicos para que sus lectores de política internacional no se enteren de lo verdaderamente importante. Esas miradas envejecidas fijas en ninguna parte que no quieren ver lo que ocurre, esos oídos que no quieren oír la risa de un niño que aprende a no reír y a mirar también al suelo en vez de al cielo siendo aun niño, esa muerte que todo lo invade gracias a la cadena de intermediarios que se enriquecen vendiendo balas y armas para dispararlas. ¿A qué lector de política internacional puede interesarle la sangre de un gato juguetón muerto en las calles de Jartúm, o los colores de la arena del desierto, o la lentitud del sol al atardecer? A mí me interesa mucho lo que escribes y muy poco de lo que diga el funcionario diplomático que vas a entrevistar acostumbrado a soltar párrafos y párrafos que nada significan. Aunque con retraso, gracias Sohafi. José Ramón.

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