JARTÚM
Ocre, Casi toda la ciudad , es ocre.
Ese es el color del polvo en Africa, un polvo limpio, seco. Cada mota es una
escama de la piel del desierto que el
viento ha levantado y arrastrado centenares de kilómetros, a veces miles. Es
una ciudad higiénica, no es la basura de las grandes ciudades europeas que
fermenta y hiede cerca de los barrios
pobres. Aquí el polvo es arcilla, granos de cuarzo, cal y años, muchos años.
Jartúm está cubierto por el ocre.
Cuando llueve, el color gotea de las hojas de los árboles a lo largo de “La Corniche” que bordea el
Nilo. El ocre y el verde se enfrentan en Jartúm como dos enemigos que no
pudieran vivir el uno sin el otro. Desde una de las riberas del Nilo, en
Ondurman, la ciudad gemela, la tumba ocre de El Mahdi desafia al verde de las
palmeras imperiales, los ficus, los sauces y los flamboyanes que adornan el
palacio del general Gordon, al otro lado del rio. Entre los troncos, el busto
en bronce del general inglés mira en la distancia la cúpula de la tumba donde
descansa – si puede – su enemigo, el lider de Los Ansares. El Mahdi, el enviado
de Dios, le hizo un favor a Gordon cuando lo decapitó. Gordon y Jartúm se
convirtieron desde entonces en sinónimos, y de otra forma el militar abandonado
por Londres hubiera pasado a ser un simple derrotado. El Mahdi admiraba al
inglés, a quienes sus propias tropas llamaban Al Said, el Cid, el señor. Sus
guerreros indisciplinados tras siglos de pillaje y comercio de esclavos, eran
descendientes de los antiguos ejércitos árabes que, olvidados por los generales
de Mahoma, luchaban desde los tiempos de la conquista de Egipto – y todavia lo hacen – contra los
cristianos y animistas del sur. Los árabes nunca pudieron conquistar un territorio
sin que, desde dentro, alguien les invitase a entrar. Y nadie les ha invitado
nunca a bajar por el Nilo más allá de Jartúm. Aún hoy la guerra de Ecuatoria es
terrible, aunque a nadie le importa porque Mc Donalds solo llega hasta El Cairo.
Desde el hotel Meridien de Jartum se
ven los árboles del palacio de Gordon, el gobernador general del Sudán. Pero más
cerca, al lado de la plaza donde cada miércoles instalan su mercadillo los curanderos negros del sur y los milagreros
árabes del norte, con sus diferentes pócimas para idénticos males, hay una zona
de casas bajas, todas ellas con una gran azotea cuadrada donde, cuando el sol
no aprieta, las mujeres, los niños y los viejos esperan la noche. La llegada de
una nube de mosquitos, señala cada
anochecer el momento de ponerse a cubierto, si es posible cerca del brasero
donde arda una boñiga de camello, mucho más eficaz y menos apestosa que
cualquier loción con la que se embadurnan los diplomáticos y los pocos turistas
que llegan al Umbral de Africa .
Aquella terraza era como cualquiera
otra. Algunas piezas de ropa se secaban
en la cuerda tendida entre dos palos, un viejo árabe, sentado en un cajón y
apoyado en su largo bastón, fumaba una “shisha”
sin levantar la vista del suelo. En la otra esquina de la azotea,
diáfana y limpia, un niño vestido con una roida “galabeya” a rayas ocres y verdes jugaba con su gato.
Los dos eran
cachorros: el niño quizá de siete años,
teniendo en cuenta que en Africa los niños de diez parecen de siete y se les
trata como de quince, el gato, de pocas semanas, como mucho tendría algo más de
un mes. La mirada del viejo estaba fija en el suelo.
Aquel atardecer era un buen momento
para poner en orden las horas pasadas. Desde la ventana de mi habitación del
hotel una leve brisa devolvía hacia dentro el humo del cigarrillo, y hacia el
este, mas allá del Nilo, mas allá de todo
el desierto, y mucho mas allá del Chad y del resto de Africa, se ponia
sangrando el sol. El atardecer es muy lento cerca del desierto. En el Sahara el
sol llega a quedarse inmóvil en los últimos minutos de su jornada, suspendido a
pocos centímetros del horizonte, y pasa un largo rato antes de que la esfera
roja llegue por fin a tocar tierra. Cuando se decide a moverse de nuevo parece
que expira agotado, que se desploma. Se puede ver como cae, de golpe. Luego el
cielo azul se tiñe de rojo y, antes de que llegue la oscuridad, Africa y sus
nubes en forma de copa de acacia toman
el mismo color. Ocre. El gato juega con la pelota de paja que el niño ha atado
a un cordel. La agarra y la muerde, imaginando que es un pájaro o un ratón. El
viejo fuma, inmóvil, sin levantar la vista del suelo.
Recordaba la entrevista con el
ministro del interior. Uno de los
responsables del derrocamiento del
general Nimeiri, Descalzo y en camiseta, ofreciéndome té tras té y esperando unas preguntas que no
comenzaban nunca porque, después de haber tomado otros diez tés en otros tantos
despachos, no me imaginaba que él fuera definitivamente el ministro, y yo continuaba
esperando que se abriera una última puerta y apareciera un señor, ya no en
corbata, sino al menos en mangas de camisa. Esas horas pasadas no le sobraban a
ese día. Eran parte de Jartúm y no desentonaban ni con la ciudad ni con su
ocre. El sol ya está entre el horizonte
y las nubes; las tiñe de rojo por abajo. El niño y el gato juegan cada vez más felices.
El viejo sigue impertérrito, mirando al suelo.
Tampoco desentonaba en Jartúm el
embajador español ofreciendo whisky a
sus visitas medio sumergidas en la piscina, y mucho menos los cuatro o cinco
enormes sapos que entre las hierbas flotantes, de un verde menos intenso que el
propio agua, miraban con desorbitados
ojos de asombro el baile de los vasos y los cubiletes de hielo. También era
parte del día y de la ciudad ocre, la
canciller de la embajada, vieja gloria hispana a quien se adivinada un
ayer de buen mirar, convertida en imprescindible para los diplomáticos a golpe
de años sudaneses y de experiencia africana. Se decía de ella que había pasado
por los dormitorios de muchos ministros e incluso por el del general Nimeiri,
antes de que el militar se entregase en cuerpo y en alma al integrismo islámico, tan útil para
pedir dinero sin intereses a los teócratas de la casa real saudí. El niño
ya tiene práctica en tirar la pelota hacia el gatito, y cada vez el cachorro la
atrapa con mayor presteza. La risa del niño contrasta con el silencio del viejo. Tabaco, bastón y mirada
al suelo.
Tampoco sobraba, en el cuadro que el día
había pintado de ocre, el embajador inglés, aprovechando uno de los últimos
destinos donde aún podía vestirse cada día de blanco para tomar el té sin que
lo jubilasen del Foreign Office por esquizofrénico. Se vanagloriaba de haber
ayudado al Gobierno de Jartúm a asfaltar la carretera de Port Sudán, en el Mar
Rojo. La guerrilla asegura que Irak ha proporcionado cientos de armas al nuevo
Gobierno a cambio de que le permita instalar misiles en Port Sudán, desde donde
se puede cerrar todo el tráfico marítimo hacia el canal de Suez. Al inglés no le
importa. Eso es problema de su colega en El Cairo. ¿Cómo es posible que la risa
del niño no haga sonreír al viejo?
Quien sí estaba de más aquel día, fuera del dibujo ocre,
desenfocado, era el secretario de la embajada española, pegando saltos, raqueta
en mano, todo Lacoste blanco y Adidas nuevas, corriendo hacia las canchas de
tenis del British Club donde le esperaba su esposa. La red de tenis era para ellos la única línea que merecía la
pena cruzar en el Sudán. El partido de tenis era la guinda de un día
aparentemente perfecto en su primer destino en el exterior. Había recibido
varias películas en video y el “Hola” por
la valija diplomática. El gato ya ha comenzado a saltar entes de que el
niño le tire la pelota, ahora es el gato
quien entrena al niño. La mirada del viejo no se aparta del suelo.
También era parte de Jartúm el
amuleto que el milagrero musulmán intentaba venderme a la puerta del hotel.
Parecía una pata seca de cabra, con un delicado pañuelo de puntilla en uno de
sus extremos, pero era demasiado cara para ser solo eso. Se trataba de una mano
humana, la izquierda, disecada, con el pulgar debajo de la palma y los otros cuatro dedos unidos en dos pares. Al secarse
la carne, las uñas parecian haber crecido en forma tenebrosa. Era la mano de un
ladrón, mutilado por la ley islámica que ha llenado el sur del pais de mancos y
cojos. La mayoría de los condenados a la amputación muere por la infección del
hachazo. Los supersticiosos y los curanderos que se pegan por recoger la mano
recién cortada juran que el trozo de momia, apergaminado, es capaz de atraer
riquezas a quien la tenga en casa. La risa del niño se oye desde la habitación
del hotel, pero el viejo sigue inmutable, mirando el suelo.
Las mutilaciones de manos y pies y
las decapitaciones no son nuevas, ya eran habituales con Nimeiri en el poder.
Como en el pais de sus primos de Riad, también son comunes las lapidaciones de
adúlteras, a quienes se encierra en un saco
negro antes de que un pelotón de siete
cínicos – entre ellos el marido – descarguen sobre él una pila de ladrillos. La
lapidación dura hasta que el saco no se mueve, luego se reza un versículo del
Corán que justifica todo, como pasa con la confesión cristiana. Después de
Nimeiri se temía un recrudecimiento de la “shariaa” – lo que efectivamente
sucedió que había sido implantada en 1981 en todo el pais para justificar la
decapitación de los cristianos negros del sur y la costumbre de colgar manos
cortadas de niños y viejos a la entrada de los pueblos bajo el control de las
tropas gubernamentales. A esta barbaridad los soldados del coronel Garang,
mas al sur de Bahr El Gazhal, contestaban
metiendo una lata vacía de cerveza en la boca del cráneo que había pertenecido
a un soldado musulmán, después de cocerlo para poder limpiar sus huesos. Ese
trofeo de guerra, colocado al lado del camino, era la señal de tráfico que
anunciaba a los viajeros cuando se acercaban a un poblado controlado por la
guerrilla. A partir de ahí los
musulmanes corrían peligro. El niño ha decidido sentarse a jugar con su gato en
el suelo. Le hace cosquillas en la tripa mientras el cachorro juega a devorarle
una de sus muñecas. Los ojos del viejo no se levantan nunca del suelo.
El personaje más siniestro del día
había sido el cazador catalán, gordo, sudoroso y con una enrojecida red de
venas en su nariz de alcohólico. Atendido en todo momento por dos muchachos
nubios, además de los camareros del bar del hotel, fanfarroneaba de ser el
único occidental que tenía permiso del Gobierno y de la guerrilla para cazar en
la provincia de Ecuatoria. Su hija estudiaba en Estados Unidos pero él no podía
ir por no sé que lío con una compañía de
exportación.Cuando iba a España, decía que se quedaba en Marbella, en casa de Adnan Kashogui.
Probablemente era falso, aunque sí es cierto que el millonario libanés-saudi
tenia muchos negocios en Sudán.
Me ofreció
viajar gratis en su avioneta hastaYuba
para hablar con John Garang, y se atrevía a mencionar en alto el nombre del
guerrillero sabiendo que el compañero de barra podía ser un coronel del ejército.
Era obvio que vendía armas a unos y
otros. No dudé ni un momento de su
capacidad de matar seres humanos con la misma indiferencia con que podía
disparar a un antílope. A una señal suya
uno de sus ayudantes nubios se acercó a una camarera. Era bonita, delgada y esbelta, probablemente hija de etíopes.
Tenia dos finas escarificaciones en los pómulos que mostraban el reciente rito
con el que su familia habia celebrado la
pubertad. El nubio habló un momento con ella sin hacer ningún gesto, sin
sonreír y mirándola fijamente a los ojos. La joven bajó la vista, dejó la
bandeja y, con pasos cortos y las manos
pegadas a sus muslos, siguió obediente al ayudante del catalán. Probablemente fué
a esperarlo en la habitación. El niño y el gato parecen ser la única muestra de
ternura en Jartúm. El viejo sigue mirando al suelo.
El dia había cundido, a pesar de las
dos horas largas que el viejo aparato de telex tardó en masticar, a trozos, la
cinta con la crónica que seguramente ningún periódico publicaría.
“¿Alguien sabe
donde queda el Sudán?”. “Yendo hacia donde Cristo perdió el gorro, a la
izquierda, pero no me quites espacio para lo de la reunión de Bruselas que
tengo ochocientas palabras y hoy va foto del ministro”. Jartúm está extendida junto al Nilo, casi tumbada a
sus orillas. Pocas casas levantan más de dos pisos. Es una ciudad ancha y
triple, dividida por los tres brazos de río, pero sin embargo se recorre rápidamente,
incluso en calesa, porque su trazado es perfectamente rectangular. La noche
anterior había conseguido comprender su aire, deleitándome con él, antes de
intentar entender a su gente. El paseo nocturno junto al rio, cerca del puente
tendido poco mas allá de donde confluyen
el Nilo Blanco y el Nilo Azul, había sido lento, con largos momentos para
escuchar las grullas que emigraban al sur, orientándose por las estrellas,
hacia el Zaire y Uganda,. Centenares de luciérnagas intercambiaban mensajes de
amor en morse, algunos búfalos chapoteaban en la orilla y una sola estrella más
hubiera hecho que el cielo estallase en luz. El Nilo baja muy lentamente hacia
Egipto, no se le oye, pero se puede sentir como se arrastra, lleno de limo en
el fondo y adornado en la superficie con una capa de lirios de agua, ramas y
años, que podrían llegar flotando hasta Alejandría si no fuera porque los
detiene la presa de Asuán. Todos los almuecines de Jartúm han comenzado a
llamar a oración. Dios es grande, no hay
más divinidad que Dios y Mahoma es su profeta. El gato ha vuelto a perseguir la
pelota de paja y el niño se rie a carcajadas. El viejo nunca deja de mirar al
suelo.
El viejo se levantó. Primero él y
luego su mirada. Tomó su bastón por el final y blandió el nudo de madera como una
maza. De una sola zancada llegó hasta el
gato y estrelló el palo contra su cabeza con toda la fuerza que pudo. Un solo
golpe. No miró al niño, no dijo ni una sola palabra, tomó de nuevo su bastón
por la empuñadura y regresó a su cajón y a su tabaco. Su mirada quedó fija en
el suelo.
El cachorro comenzó a dar vueltas en
círculos cuyo centro era su cabeza aplastada, pegada al cemento. Las
convulsiones lo impulsaban, como si una parte de su cuerpo quisiera escapar de
la muerte donde ya estaba la otra parte. Solo estuvo vivo unos minutos más, de
cintura para abajo. Sus patas traseras
todavía persiguieron un poco más al
juguete de paja que había quedado al
lado de su boca y que comenzaba a mancharse de sangre y sesos.
El niño quedó paralizado, no podía
quitar la vista de su gato. Los dos agonizaban. El gato de un bastonazo en la
cabeza. El niño con un mazazo aún más fuerte dentro del pecho. Permaneció
inmóvil, aguantando la respiración y atravesado por la sorpresa. De su mano
colgaba el cordel al que estaba atada la pelota de paja. Cuando el gato dejó de
moverse se levantó lentamente y fue hacia él, con las manos caídas y
arrastrando la cuerda. Se puso en cuclillas junto a la mancha de sangre. La
tocó y miró al viejo sin que le contestaran aquellos ojos que ya estaban, otra
vez fijos en el suelo.
El niño levantó en silencio su gato
muerto y volvió muy lentamente a su esquina. Su “galabeya” se manchó de sangre. La ventana del hotel estaba
muy lejos para poder ver si había lágrimas en sus ojos. En los míos sí. De
repente hizo un frio intenso. Todo el ocre de Jartúm se condensó en mi
garganta.
El niño, con la
cabeza gacha, dejó de mirar a su gato y fijó su vista en el suelo. Yo también.
Alonso de Contreras
Enero de 1985