miércoles, 14 de mayo de 2014

JARTÚM

  
          Ocre, Casi toda la ciudad , es ocre. Ese es el color del polvo en Africa, un polvo limpio, seco. Cada mota es una escama de la  piel del desierto que el viento ha levantado y arrastrado centenares de kilómetros, a veces miles. Es una ciudad higiénica, no es la basura de las grandes ciudades europeas que fermenta  y hiede cerca de los barrios pobres. Aquí el polvo es arcilla, granos de cuarzo, cal y años, muchos años.


          Jartúm está cubierto por el ocre. Cuando llueve, el color gotea de las hojas de los árboles a lo largo de  “La Corniche” que bordea el Nilo. El ocre y el verde se enfrentan en Jartúm como dos enemigos que no pudieran vivir el uno sin el otro. Desde una de las riberas del Nilo, en Ondurman, la ciudad gemela, la tumba ocre de El Mahdi desafia al verde de las palmeras imperiales, los ficus, los sauces y los flamboyanes que adornan el palacio del general Gordon, al otro lado del rio. Entre los troncos, el busto en bronce del general inglés mira en la distancia la cúpula de la tumba donde descansa – si puede – su enemigo, el lider de Los Ansares. El Mahdi, el enviado de Dios, le hizo un favor a Gordon cuando lo decapitó. Gordon y Jartúm se convirtieron desde entonces en sinónimos, y de otra forma el militar abandonado por Londres hubiera pasado a ser un simple derrotado. El Mahdi admiraba al inglés, a quienes sus propias tropas llamaban Al Said, el Cid, el señor. Sus guerreros indisciplinados tras siglos de pillaje y comercio de esclavos, eran descendientes de los antiguos ejércitos árabes que, olvidados por los generales de Mahoma, luchaban desde los tiempos de la conquista  de Egipto – y todavia lo hacen – contra los cristianos y animistas del sur. Los árabes nunca pudieron conquistar un territorio sin que, desde dentro, alguien les invitase a entrar. Y nadie les ha invitado nunca a bajar por el Nilo más allá de Jartúm. Aún hoy la guerra de Ecuatoria es terrible, aunque a nadie le importa porque Mc Donalds solo llega hasta El Cairo.


          Desde el hotel Meridien de Jartum se ven los árboles del palacio de Gordon, el gobernador general del Sudán. Pero más cerca, al lado de la plaza donde cada miércoles instalan su mercadillo los  curanderos negros del sur y los milagreros árabes del norte, con sus diferentes pócimas para idénticos males, hay una zona de casas bajas, todas ellas con una gran azotea cuadrada donde, cuando el sol no aprieta, las mujeres, los niños y los viejos esperan la noche. La llegada de una nube de   mosquitos, señala cada anochecer el momento de ponerse a cubierto, si es posible cerca del brasero donde arda una boñiga de camello, mucho más eficaz y menos apestosa que cualquier loción con la que se embadurnan los diplomáticos y los pocos turistas que llegan al Umbral de Africa .


          Aquella terraza era como cualquiera otra.  Algunas piezas de ropa se secaban en la cuerda tendida entre dos palos, un viejo árabe, sentado en un cajón y apoyado en su largo bastón, fumaba una “shisha”  sin levantar la vista del suelo. En la otra esquina de la azotea, diáfana y limpia, un niño vestido con una roida “galabeya”  a rayas ocres y verdes jugaba con su gato.
Los dos eran cachorros: el niño quizá  de siete años, teniendo en cuenta que en Africa los niños de diez parecen de siete y se les trata como de quince, el gato, de pocas semanas, como mucho tendría algo más de un mes. La mirada del viejo estaba fija en el suelo.

          Aquel atardecer era un buen momento para poner en orden las horas pasadas. Desde la ventana de mi habitación del hotel una leve brisa devolvía hacia dentro el humo del cigarrillo, y hacia el este, mas allá del Nilo, mas allá de todo  el desierto, y mucho mas allá del Chad y del resto de Africa, se ponia sangrando el sol. El atardecer es muy lento cerca del desierto. En el Sahara el sol llega a quedarse inmóvil en los últimos minutos de su jornada, suspendido a pocos centímetros del horizonte, y pasa un largo rato antes de que la esfera roja llegue por fin a tocar tierra. Cuando se decide a moverse de nuevo parece que expira agotado, que se desploma. Se puede ver como cae, de golpe. Luego el cielo azul se tiñe de rojo y, antes de que llegue la oscuridad, Africa y sus nubes en forma de copa  de acacia toman el mismo color. Ocre. El gato juega con la pelota de paja que el niño ha atado a un cordel. La agarra y la muerde, imaginando que es un pájaro o un ratón. El viejo fuma, inmóvil, sin levantar la vista del suelo.


          Recordaba la entrevista con el ministro del interior.  Uno de los responsables  del derrocamiento del general Nimeiri, Descalzo y en camiseta, ofreciéndome  té tras té y esperando unas preguntas que no comenzaban nunca porque, después de haber tomado otros diez tés en otros tantos despachos, no me imaginaba que él fuera definitivamente el ministro, y yo continuaba esperando que se abriera una última puerta y apareciera un señor, ya no en corbata, sino al menos en mangas de camisa. Esas horas pasadas no le sobraban a ese día. Eran parte de Jartúm y no desentonaban ni con la ciudad ni con su ocre. El sol ya  está entre el horizonte y las nubes; las tiñe de rojo por abajo. El niño y el gato juegan cada vez más felices. El viejo sigue impertérrito, mirando al suelo.


          Tampoco desentonaba en Jartúm el embajador español ofreciendo whisky  a sus visitas medio sumergidas en la piscina, y mucho menos los cuatro o cinco enormes sapos que entre las hierbas flotantes, de un verde menos intenso que el propio agua,  miraban con desorbitados ojos de asombro el baile de los vasos y los cubiletes de hielo. También era parte del día y de la ciudad ocre, la  canciller de la embajada, vieja gloria hispana a quien se adivinada un ayer de buen mirar, convertida en imprescindible para los diplomáticos a golpe de años sudaneses y de experiencia africana. Se decía de ella que había pasado por los dormitorios de muchos ministros e incluso por el del general Nimeiri, antes de que el militar se entregase en cuerpo y  en alma al integrismo islámico, tan útil para pedir  dinero sin intereses  a los teócratas de la casa real saudí. El niño ya tiene práctica en tirar la pelota hacia el gatito, y cada vez el cachorro la atrapa con mayor presteza. La risa del niño contrasta con el  silencio del viejo. Tabaco, bastón y mirada al suelo.


          Tampoco sobraba, en el cuadro que el día había pintado de ocre, el embajador inglés, aprovechando uno de los últimos destinos donde aún podía vestirse cada día de blanco para tomar el té sin que lo jubilasen del Foreign Office por esquizofrénico. Se vanagloriaba de haber ayudado al Gobierno de Jartúm a asfaltar la carretera de Port Sudán, en el Mar Rojo. La guerrilla asegura que Irak ha proporcionado cientos de armas al nuevo Gobierno a cambio de que le permita instalar misiles en Port Sudán, desde donde se puede cerrar todo el tráfico marítimo hacia el canal de Suez. Al inglés no le importa. Eso es problema de su colega en El Cairo. ¿Cómo es posible que la risa del niño no haga sonreír al viejo?


          Quien sí estaba de más  aquel día, fuera del dibujo ocre, desenfocado, era el secretario de la embajada española, pegando saltos, raqueta en mano, todo Lacoste blanco y Adidas nuevas, corriendo hacia las canchas de tenis del British Club donde le esperaba su esposa. La red de tenis  era para ellos la única línea que merecía la pena cruzar en el Sudán. El partido de tenis era la guinda de un día aparentemente perfecto en su primer destino en el exterior. Había recibido varias películas en video y el “Hola” por  la valija diplomática. El gato ya ha comenzado a saltar entes de que el niño le tire la pelota,  ahora es el gato quien entrena al niño. La mirada del viejo no se aparta del suelo.


          También era parte de Jartúm el amuleto que el milagrero musulmán intentaba venderme a la puerta del hotel. Parecía una pata seca de cabra, con un delicado pañuelo de puntilla en uno de sus extremos, pero era demasiado cara para ser solo eso. Se trataba de una mano humana, la izquierda, disecada, con el pulgar debajo de la palma y los otros  cuatro dedos unidos en dos pares. Al secarse la carne, las uñas parecian haber crecido en forma tenebrosa. Era la mano de un ladrón, mutilado por la ley islámica que ha llenado el sur del pais de mancos y cojos. La mayoría de los condenados a la amputación muere por la infección del hachazo. Los supersticiosos y los curanderos que se pegan por recoger la mano recién cortada juran que el trozo de momia, apergaminado, es capaz de atraer riquezas a quien la tenga en casa. La risa del niño se oye desde la habitación del hotel, pero el viejo sigue inmutable, mirando el suelo.


          Las mutilaciones de manos y pies y las decapitaciones no son nuevas, ya eran habituales con Nimeiri en el poder. Como en el pais de sus primos de Riad, también son comunes las lapidaciones de adúlteras, a quienes se encierra en un saco
  negro antes de que un pelotón de siete cínicos – entre ellos el marido – descarguen sobre él una pila de ladrillos. La lapidación dura hasta que el saco no se mueve, luego se reza un versículo del Corán que justifica todo, como pasa con la confesión cristiana. Después de Nimeiri se temía un recrudecimiento de la “shariaa” – lo que efectivamente sucedió que había sido implantada en 1981 en todo el pais para justificar la decapitación de los cristianos negros del sur y la costumbre de colgar manos cortadas de niños y viejos a la entrada de los pueblos bajo el control de las tropas gubernamentales. A esta barbaridad los soldados del coronel Garang, mas  al sur de Bahr El Gazhal, contestaban metiendo una lata vacía de cerveza en la boca del cráneo que había pertenecido a un soldado musulmán, después de cocerlo para poder limpiar sus huesos. Ese trofeo de guerra, colocado al lado del camino, era la señal de tráfico que anunciaba a los viajeros cuando se acercaban a un poblado controlado por la guerrilla.  A partir de ahí los musulmanes corrían peligro. El niño ha decidido sentarse a jugar con su gato en el suelo. Le hace cosquillas en la tripa mientras el cachorro juega a devorarle una de sus muñecas. Los ojos del viejo no se levantan nunca del suelo.


          El personaje más siniestro del día había sido el cazador catalán, gordo, sudoroso y con una enrojecida red de venas en su nariz de alcohólico. Atendido en todo momento por dos muchachos nubios, además de los camareros del bar del hotel, fanfarroneaba de ser el único occidental que tenía permiso del Gobierno y de la guerrilla para cazar en la provincia de Ecuatoria. Su hija estudiaba en Estados Unidos pero él no podía ir por no sé que lío  con una compañía de exportación.Cuando iba a España, decía que se quedaba en  Marbella, en casa de Adnan Kashogui. Probablemente era falso, aunque sí es cierto que el millonario libanés-saudi tenia muchos negocios  en Sudán.
Me ofreció viajar  gratis en su avioneta hastaYuba para hablar con John Garang, y se atrevía a mencionar en alto el nombre del guerrillero sabiendo que el compañero de barra podía ser un coronel del ejército. Era obvio que vendía  armas a unos y otros. No dudé ni un momento  de su capacidad de matar seres humanos con la misma indiferencia con que podía disparar a un antílope.  A una señal suya uno de sus ayudantes nubios se acercó a una camarera. Era bonita, delgada  y esbelta, probablemente hija de etíopes. Tenia dos finas escarificaciones en los pómulos que mostraban el reciente rito con el que su familia habia celebrado la  pubertad. El nubio habló un momento con ella sin hacer ningún gesto, sin sonreír y mirándola fijamente a los ojos. La joven bajó la vista, dejó la bandeja y, con pasos cortos y las  manos pegadas a sus muslos, siguió obediente al ayudante del catalán. Probablemente fué a esperarlo en la habitación. El niño y el gato parecen ser la única muestra de ternura en Jartúm. El viejo sigue mirando al suelo.


          El dia había cundido, a pesar de las dos horas largas que el viejo aparato de telex tardó en masticar, a trozos, la cinta con la crónica que seguramente ningún periódico publicaría.
“¿Alguien sabe donde queda el Sudán?”. “Yendo hacia donde Cristo perdió el gorro, a la izquierda, pero no me quites espacio para lo de la reunión de Bruselas que tengo ochocientas palabras y hoy va foto del ministro”. Jartúm  está extendida junto al Nilo, casi tumbada a sus orillas. Pocas casas levantan más de dos pisos. Es una ciudad ancha y triple, dividida por los tres brazos de río, pero sin embargo se recorre rápidamente, incluso en calesa, porque su trazado es perfectamente rectangular. La noche anterior había conseguido comprender su aire, deleitándome con él, antes de intentar entender a su gente. El paseo nocturno junto al rio, cerca del puente tendido poco mas allá  de donde confluyen el Nilo Blanco y el Nilo Azul, había sido lento, con largos momentos para escuchar las grullas que emigraban al sur, orientándose por las estrellas, hacia el Zaire y Uganda,. Centenares de luciérnagas intercambiaban mensajes de amor en morse, algunos búfalos chapoteaban en la orilla y una sola estrella más hubiera hecho que el cielo estallase en luz. El Nilo baja muy lentamente hacia Egipto, no se le oye, pero se puede sentir como se arrastra, lleno de limo en el fondo y adornado en la superficie con una capa de lirios de agua, ramas y años, que podrían llegar flotando hasta Alejandría si no fuera porque los detiene la presa de Asuán. Todos los almuecines de Jartúm han comenzado a llamar  a oración. Dios es grande, no hay más divinidad que Dios y Mahoma es su profeta. El gato ha vuelto a perseguir la pelota de paja y el niño se rie a carcajadas. El viejo nunca deja de mirar al suelo.


          El viejo se levantó. Primero él y luego su mirada. Tomó su bastón por el final y blandió el nudo de madera como una maza. De una sola zancada  llegó hasta el gato y estrelló el palo contra su cabeza con toda la fuerza que pudo. Un solo golpe. No miró al niño, no dijo ni una sola palabra, tomó de nuevo su bastón por la empuñadura y regresó a su cajón y a su tabaco. Su mirada quedó fija en el suelo.


          El cachorro comenzó a dar vueltas en círculos cuyo centro era su cabeza aplastada, pegada al cemento. Las convulsiones lo impulsaban, como si una parte de su cuerpo quisiera escapar de la muerte donde ya estaba la otra parte. Solo estuvo vivo unos minutos más, de cintura para abajo.  Sus patas traseras todavía persiguieron un   poco más al juguete de paja  que había quedado al lado de su boca y que comenzaba a mancharse de sangre  y sesos.


          El niño quedó paralizado, no podía quitar la vista de su gato. Los dos agonizaban. El gato de un bastonazo en la cabeza. El niño con un mazazo aún más fuerte dentro del pecho. Permaneció inmóvil, aguantando la respiración y atravesado por la sorpresa. De su mano colgaba el cordel al que estaba atada la pelota de paja. Cuando el gato dejó de moverse se levantó lentamente y fue hacia él, con las manos caídas y arrastrando la cuerda. Se puso en cuclillas junto a la mancha de sangre. La tocó y miró al viejo sin que le contestaran aquellos ojos que ya estaban, otra vez fijos en el suelo.


          El niño levantó en silencio su gato muerto y volvió muy lentamente a su esquina. Su “galabeya”  se manchó de sangre. La ventana del hotel estaba muy lejos para poder ver si había lágrimas en sus ojos. En los míos sí. De repente hizo un frio intenso. Todo el ocre de Jartúm se condensó en mi garganta.
El niño, con la cabeza gacha, dejó de mirar a su gato y fijó su vista en el suelo. Yo también.
                                                                Alonso  de Contreras

                                                                      Enero de 1985







 EL HUMANISMO Y EL MAR


         Mi mayor problema para dictar una charla es haber tenido el privilegio, a lo largo de mi muy privilegiada vida, de escuchar a magníficos conferenciantes. Por eso es muy presuntuoso de mi parte pensar que lo que les escuché a ellos y lo que intento hacer hoy reciben el mismo nombre de conferencia.


          Recuerdo una tarde, hace unos diez años, cuando asistí a una preciosa exposición en la Republica Dominicana del escritor español Antonio Gala sobre la libertad.  Gala el autor de la magnífica novela El Manuscrito Carmesí, un canto a la tolerancia política y religiosa en la Córdoba árabe-aunque el público lo conoce más por La Pasión Turca-empezó preguntando a los asistentes:


          ¿Cuál creen ustedes que es más valiosa, la conferencia de un sabio o la de un ignorante?


Silencio en la sala, lógicamente pues se sospechaba la trampa retórica.

          Es mucho más valiosa la de un ignorante, como la mía-dijo-porque en ocasiones con la conferencia de un sabio nadie aprende absolutamente nada, pero en esta ocasión, al menos uno de los presentes, yo mismo, he tenido que pensar mucho para escribirla, con lo que, por lo menos yo he aprendido algo.


          Lo siento por ustedes, pero esa es mi  situación esta tarde. Debo advertirles que la única persona que va a sacar provecho de mis palabras seré yo mismo, por eso les agradezco mucho que me hayan hecho pensar sobre el “humanismo” un concepto endiablado, con trampa, una palabra que, como dirían en los pueblos de Castilla, sirve tanto para un  roto como para un descosido.


          La palabra es lo que nos hace humanos, pero también somos esclavos de esa misma palabra. El lenguaje nos permite referirnos a la nada y al infinito, pero también pone los límites a nuestro pensamiento.
Somos “el animal relatado”, y el mundo, nuestra realidad, es nuestra forma personal de novelarlo . Humberto Maturana dice que el vivir humano, la “autopoiesis”-vaya palabra la del matrístico chileno -  es precisamente  eso,
“lenguajear” . Por eso los iletrados – exitosos o no, porque hay ricos y famosos muy analfabetos – viven en un mundo minúsculo y su historia se reduce a su limitado acontecer personal. ¿Por qué empezar recordando todo esto , cuando de lo que se trata es de dialogar sobre el humanismo?. Porque la palabra – que ya sabemos  que nos esclaviza -, muchas veces tiene además grandes defectos de herencia, nace con una enorme imprecisión y luego navega a la deriva, sujeta a los caprichos de  las modas, o, lo que es peor, de los demagogos. Opino que este ha sido el caso de la palabra “humanismo”

          Confió en que mis hijos, cuando se enfrenten seriamente por primera vez con esta palabra, no recurran al diccionario de la Real AcademiaEspañola, porque se van a encontrar con una soberana, o mejor dicho, una real idiotez: “Humanismo –dice el diccionario-: el estudio de las letras humanas”. Por favor, ¿conocen ustedes algunas letras que  no sean humanas?. Si entonces se trata simplemente del estudio de las letras, ¿qué diferencia al humanismo de la literatura o de la filología?. No, el humanismo no tiene nada que ver con esa definición tan tonta, el problema de la palabra está en su origen, y en el hecho de que el concepto de humanismo nació miles de años antes de que se le diera nombre. Esto no es  raro; aunque pensamos que algunas palabras son eternas, muchas de ellas, algunas de las más importantes, en realidad acaban de nacer. La palabra humanista no estaba aceptada por la RAE de 1939, debió incorporarse allá por el 45. Como ejemplo de conceptos eternos sin su merecida palabra, les recuerdo que ni en Egipto, ni en la Grecia clásica, ni en la  Roma imperial  existía el término cultura, un término que no aparece hasta bien entrado el siglo XV.


          Para complicar aún más las cosas , resulta que la palabra humanista es muy anterior  a la de humanismo; en realidad es su origen.  En el Renacimiento, alrededor del 1300, se hizo común en Florencia una distinción entre los pensadores que se dedicaban a las Humanae litterae, los estudios de lo humano  y quienes se ocupaban de la divinae litterae , los estudios de lo divino. Aquí encontramos la causa de esa tontería actual en el diccionario oficial del español, por culpa de litterae. En latín, littera no solo significaba letra  y escrito, sino el objeto de los letrados, la ocupación y el estudio.Por lo tanto, los Humanae Litterae eran  los que se ocupaban de las cuestiones del hombre, en el sentido de lo terrenal.
Pettrarca y Bocaccio se convirtieron en los representantes de ese tipo de humanistas, dedicados al hombre – sobre todo hay que reconocer que se ocuparon por primera vez de la mujer – y revolucionaron su época y las posteriores.  

           No he introducido aquí una referencia a la mujer para agradar a un público femenino, sino porque, si para alguien el renacimiento fue un verdadero renacimiento, es para ese 54 por ciento de la humanidad, que desde que los cristianos descarnaron con conchas a Hipatia, la última directora de la biblioteca de Alejandria, y arrastraron su cadáver ensangrentado por  toda la ciudad, la mujer fue sepultada en vida y no volvió a aparecer hasta que Francesco de Petrarca resucitó a su amada Laura.
Incluso Bocaccio, en su Decamerón, se atreve a decir: “Además, cuando se hizo la ley, no se pidió el consentimiento a ninguna mujer, por lo que tal ley no debe ser válida.”

          Si hubieran nacido un siglo antes, aquellos humanistas que se atrevieron a rescatar a la mujer para la humanidad hubieran sido enviado al fuego del patíbulo o al hielo del exilio por los jerarcas vaticanos del  divinae litterae, pero por suerte para ellos, los obispos y los papas del momento eran unos asalariados pagados por los mismos señores florentinos que daban de comer y de vestir a los humanistas, los Medicci.

          La palabra humanista nació así entre las ruinas de la Edad Media y, sin embargo, aún faltaban quinientos años para que se escribiera la palabra humanismo por primera vez. Fue en alemán, en 1808, en el título de una obra de un educador bávaro,  Immanuel Niethammer, que se llamó, si no he traducido mal con la ayuda del querido  Guillermo Bown. “El  conflicto del filantropismo
y el humanismo en la  teoría de la enseñanza de la educación de  nuestro tiempo”. Aquellos si eran títulos. El padre de la palabra utilizó así humanismo como sinónimo de filantropismo, y antes de que pasasen diez años la palabra ya había sido adoptada con verdadero entusiasmo como “humanisme” por toda la Francia culta y revolucionaria.
          El humanismo francés, nacido entre las trincheras de una revolución que a la vez inventó la palabra guillotina, inundó el pensamiento social. Este aspecto del humanismo abrió para el pueblo las puertas del poder político y parió una bella criatura política, la declaración de derechos del hombre, en nuestros días todavía un adolescente al que cualquier tiranuelo hace enfermar de sarampión.

          También por aquella época, coincidiendo con la invasión napoleónica de Egipto – una de las pocas campañas militares de la historia que benefició a la humanidad – los literatos e historiadores descubrieron la enorme utilidad de la palabra humanismo cuando querían hablar de los aspectos sociales y filosóficos de la
Anterior revolución cultural, el Renacimiento.


          Cuando en las universidades y los liceos entraron los humanistas como Petrarca y Bocaccio, detrás vinieron en cadena Séneca, Aristoteles, Sócrates y Pitágoras, cuyo pensamiento, durante más de mil años, había quedado  secuestrado en los monasterios, excepto en la época y en las tierras de Alandalus, un luminoso proyecto abortado, como el caso de Alejandría, por la intransigencia y la intolerancia cristiana. Con todos esos pensadores en los cuadernos de los estudiantes de Lyon, de Paris y de Salamanca, el humanismo pasó a significar, por fin, el interés por la cultura clásica, por el legado griego y latino, por la filosofía y por el pensamiento laico.
Para la filosofía, el humanismo es un río que fluye y se deseca según las estaciones del pensamiento, entre Protágoras clásico que  nos enseñó que “el hombre es la medida de todas las cosas”, y un Schiller moderno que nos recordó que el ser humano  es la única porción del universo que sabe que lo es. Entre  Protágoras y Schiller, la porfiada confabulación de un dios con César, inventada por el maquiavélico Pablo de Tarso y firmada tres siglos después por el emperador Constantino, retrasó más de mil años el humanismo, forzó el separatismo de Mahoma y sumergió a Occidente y el mundo árabe en un pantanoso lodazal político-mágico-religioso del que aún no acabamos de salir.


          A partir de finalesdel siglo XIX, el “humanismo” ya se habia convertido en una bella señorita con la que todos querían presumir de haber yacido, y el mundo se llenó de “humanistas” que proliferaron como hongos. Humanistas de izquierda, humanistas de derecha, humanistas cristianos, humanistas científicos, humanistas radicales, humanistas liberales…humanistas, todos ellos, que descubrieron el humanismo marxista, el humanismo nacional socialista, el humanismo integral, el humanismo antiguo y el humanismo moderno, incluso el humanismo antropológico, lo cual ya es el colmo del humanismo, es como redondear el círculo. La palabra ,,usada, abusada, y en ocasiones deshonrada, comenzó a perder su significado. De señorita, pasó a cortesana, y ahí
La tenemos hoy, defendiendo aún su virtud y su buen nombre en la plaza pública.


          Un escritor francés  escribió una vez al filósofo Heidenberg una carta en la que le preguntaba: ¿cómo podemos devolver su significado al humanismo?. La respuesta del filósofo fue un enrevesado e incomprensible ensayo sobre el ser del que solo se salva una frase: “Su  pregunta – dice el filósofo – da a entender que parte usted de la base de que la palabra humanismo está perdiendo significado. Tiene usted toda la razón.”


          Desde entonces no solo no ha recuperado su significado, sino que nuevas  acepciones de la palabra humanismo han venido a complicar aún más la situación. Pobre palabra, humanismo, zarandeada  por unos y por otros, coloreada a su gusto por los diferentes partidos políticos, llevada al extremo de título y condecoración: “Doña Marta es una humanista,  qué gran humanista es don Luis…” Debería existir un mandamiento que prohibiera usar el nombre de humanismo en vano. Pero ya que no existe, y que se me permite  incluso a mi hablar de humanismo, vamos a intentar llegar a un acuerdo con su significado, a encontrar una concordia entre su imprecisión y lo que todos sospechamos que actualmente quiere decir.


          Para muchos, incluido el inventor de la palabra – que, por supuesto no lo fue del concepto -, humanista está en relación con filántropo y humanitario, definido como aquel que  mira o se refiere al bien del género humano. Pero este concepto es mucho, mucho más viejo que ese profesor alemán.


          El año pasado, en una importante revista científica, se publicó el trabajo de un grupo de paleontólogos que trabajaban en Etiopía, Habían descubierto la mandíbula de un antepasado del ser humano actual, un homo erectus, casi todavía un australopitecus, a la que le faltaban todos los dientes. (No se asusten no me he equivocado de conferencia). Hasta ahí nada extraordinario, es habitual encontrar mandíbulas de hominidos sin sus dientes…Pero sucede que los alvéolos de aquella mandíbula habían quedado cerrados por el crecimiento del hueso. Es decir, que ese individuo había vivido muchos años después de perder todos y cada uno de sus dientes, había seguido envejeciendo después de no poder alimentarse por sí mismo. Eso sí es extraordinario. Significa que hace un millón ochocientos mil años, alguien, seguramente una hembra, masticaba la comida por él, alguien había cuidado  durante años de su compañero, de su amigo o de su padre. ¡Albricias!. Sobre la faz de la Tierra había aparecido de repente la  conmiseración, la solidaridad, la gratitud, la fraternidad, el altruismo, el amor más allá del interés genético o
reproductivo…alguien, que probablemente ni siquiera podía caminar totalmente erguido, se había convertido
por dentro en un ser humano sin saberlo, Pero no porque un ser superior le hubiera dotado súbita y caprichosamente de un alma humana, signifique eso lo que signifique, sino porque el objetivo de su vida había  comenzado a ser … EL OTRO.


          El humanismo en su parecida acepción de humanitarismo, es tan viejo como la especie humana. Consiste, a mi juicio, en considerar que la dignidad del otro es tan importante como la propia, en hacer del “ser humano”, de todos y cada uno, nuestro centro de gravedad espiritual y social, el objetivo de nuestro esfuerzo y el propósito de nuestra vida. El humanista es quien considera que la humanidad existe no solo como un ente estadístico o numérico, sino como una multiplicidad de otros yo.


          Alguien podría aducir: “para eso  no hacía falta inventar una palabra parecida a la filantropía, para eso ya estaban las religiones antes de 1808, sobre todo las monoteístas como la judía, la cristiana o el islam. Cierto, es cierto, pro solo en parte. Cuando las religiones hablan del otro, del prójimo, se refieren a él como el objeto de nuestra atención, de nuestra solidaridad e incluso de nuestro amor pero no como un fin en sí mismo, sino como una herramienta con la cual nosotros podemos
conseguir un premio, la presunta salvación, el agradecimiento de Dios con la supuesta vida eterna y el paraíso. “Ama al prójimo como a ti mismo….¡para que tú te salves!. Ayúdalo a él….en tu beneficio. Ama al otro….para honra de Dios”. El objetivo está en la otra vida. El otro es circunstancial.


          El humanismo no es ulterior, no tiene los ojos puestos en el más allá, es citerior, es de este lado, es de acá. El otro es Otro en sí mismo,  no es objeto  de nuestra limosna como una inversión en el más allá, es merecedor de nuestra solidaridad aquí y ahora, de forma gratuita excepto por la enorme satisfacción de la propia dignidad, crecida al considerar como igual la dignidad ajena.


          Desde este punto de vista, desde esta acepción, ¿quién es un humanista entonces?. En mi opinión, quien ve en los demás, y por doquier seres humanos, no consumidores, no votantes, no clientes, no feligreses, no pacientes, no conductores , no peatones, no pobres, no ricos, no diputados, ni hombres ni mujeres, ni cristianos ni musulmanes, ni estadounidenses ni iraquíes….Es humanista quien ve en los demás seres humanos nacidos con la misma dignidad que él y que se mantienen dignos o caen en la indignidad por lo que cada uno de ellos es capaz de hacer en relación con los demás, incluido yo mismo. El humanista, desde este punto de vista, es quien pone de relieve el ideal humano, quien no reduce al ser humano a su utilidad o función específica en un lugar y tiempo determinado, sino quien lo ve o intenta verlo en su totalidad geográfica e histórica, en todas sus dimensiones. Es humanista quien está comprometido con un proyecto que comenzó hace miles de años.


          Este humanista, por lo tanto, no es un especialista que ve al ser humano desde la óptica de un médico, de un sociólogo, de un filósofo…Es un generalista, capaz de alcanzar una visión integral del hombre, material, animal, espiritual. Existe una simpática definición de especialista: especialista es quién cada vez sabe más y más sobre menos y menos hasta que al final sabe absolutamente todo sobre nada. Nada más lejos del espíritu humanista, por eso la relación que se estableció entre humanismo y renacimiento, porque el ser humano renacentista era universal en su mirada, aunque nunca hubiera salido de Florencia.


          Este enfoque universal del humanista en el ser humano habitualmente le añade espiritualidad, pero muy a menudo lo aleja de Dios. El humanista, lejos de ser  un ateo, lo cual sería un radicalismo – el no absoluto tiene tan poca defensa como el sí indudable - , este humanista – digo – tiende al agnosticismo, a pensar que lo divino, en todo caso, pertenece a otra esfera en la que la razón humana deja de ser una herramienta útil. El
humanista es racional, no hormonal, no cree, sabe, no supone, conoce, no busca remedios o consuelos mágicos a su inevitable mortalidad, busca dignidad para su vida y para las de todos los demás. Su trascendencia está en los otros.


          En mi profesión, el periodismo, es humanista quien prefiere difundir los problemas de una población como La Victoria, o la situación de indefensión infantil, o desenmascarar a un  político corrupto, que entrevistar al futbolista de turno que se casa con la Barbie de moda, o fotografiar  el top-less de una princesa monaguesca de vacaciones en Ibiza. En general en cualquier profesión, es humanista quien introduce diariamente en su proceder algo llamado ética, y quien antepone el bien común al provecho propio


          Pero hay riesgos en este humanismo tan terrenal que todo lo quiere abarcar. Uno de ellos está en el secuestro intencionado de la palabra, en  su rapto grosero. En creer que el humanismo es por definición una virtud que pertenece a unos y que está ausente en otros, que tiene un color político determinado, que solo existe en una confesión religiosa, que medra en un modelo de sociedad específico, que pertenece a Occidente porque se inventó en Europa. A mi juicio, los humanistas debemos ver con cautela que un grupo de humanistas se apropie del humanismo, por muy humanista que ese grupo sea. Porque el humanismo, entendido como teoría del humanitarismo, no es una filosofía específica, ni una escuela filosófica, ni un programa de gobierno, ni una política… es un valor en sí mismo, un principio que una vez establecido se aplica a todo, a la filosofía, a la política, a  la sociología, a la vida diaria.


          Otra acepción de humanista, otro significado que percibimos cuando escuchamos esta palabra, es el de pensador. Si nos subrayan el humanismo de alguien, suele ser en referencia a su cultura y a su profundidad de pensamiento. Esto está en relación más directa con el humanismo tal como se entendía en el siglo XIX y a principios del XX, con el cultivo de las artes y de las ciencias llamadas desde entonces “humanistas”. Está en relación con el estudioso de lo clásico, de lo perenne, de lo que subyace debajo de cada  cambio, de lo trascendental, de lo que casi podríamos llamar sabiduría, un concepto que casi da miedo mencionar pero que hay que hacerlo para hablar de ese humanismo.


          La sabiduría para el humanista está, creo, al final de un arco iris que acaba en el mar. Está al final de un bello camino empedrado con datos, algunos de los cuales, muy pocos, vamos convirtiendo en información. Esta información, a veces, solo a veces, y filtrada por la razón, nos sirve para conformar ideas, algunas de las cuales, muy pocas, agrupamos en lo que llamamos conocimiento. Parte de este conocimiento en muy escasas ocasiones nos lleva hasta el pensamiento, y con él, por fin, sumándole sentimientos y conciencia, podemos llegar a la verdadera costa, a la orilla de la sabiduría, un mar en el que muy pocos se han bañado.


          En este sentido, el humanista es aquel que, al menos, sabe caminar por ese sendero de datos, información, conocimiento y conciencia, en la esperanza de que después…esté el mar. Algunos, como los gnósticos y los místicos, han intentado alcanzar el mar sin recorrer esta vereda, han tomado el camino de Oriente, que probablemente es un buen atajo hacia la costa,  que en occidente está oculto detrás de los anuncios luminosos.


          Desde este punto de vista, el humanista es un rara avis, una especie en extinción que huye de una oscura y tóxica niebla que le persigue y que se llama mercado. Esta enemistad declarada se debe a que al mercado solo le interesan los primeros centímetros de ese camino, los datos, la información y algunos conocimientos , conceptos, todos ellos, que se pueden convertir en productos y vender y comprar, en forma, por ejemplo de comunicaciones, publicidad y títulos de universidades privadas.


          De esta forma nos encontramos hoy con ciudadanos rebosantes de conocimiento, compulsivos compradores de datos y de información, que carecen del más mínimo interés por la palabra sabiduría, que ni siquiera han visto aquel arco iris, ni mucho menos han sentido la brisa de ese mar. Y al contrario, a veces damos con seres humanos henchidos de humanismo a cuyo hablar y cuyo silencio acompaña un rumor de olas, seres que no tienen más título que su conciencia. Les doy mi palabra de honor que preferiría volver a conversar con aquel viejo patriarca de un grupo de pastores musulmanes del Sinaí, al que no olvido desde hace 30 años, que entrevistar a muchos de los líderes occidentales con los que he hablado luego. Les aseguro que he encontrado mucha más sabiduría y humanidad en un taxista de El Cairo que en algún jefe de Estado del Caribe; que en los ojos llorosos de un médico en Sudán he visto mucho más humanismo que en los de todos los obispos que he conocido; créanme que aquí, y en la Cóndor nueve, se sabe mucho más de humanismo que entre los dorados pendones de muchas aulas magnas.


          ¿Está amenazado este humanismo?. Sin duda que lo está. Está amenazado para empezar, por los de siempre, por los divinae litterae, sobre todo en esta época en la que escasean los Medicci y en la que un emperador calvinista asiste en primera fila al entierro de un papa y el nacimiento de otro, para estupor de más de medio mundo;  está amenazado por los dueños de la verdad, por los dogmáticos, por quienes apalean a los demás armados con un certificado  de propiedad sobre los valores y las virtudes. Está amenazado por los terroristas y por los anti terroristas, capaces , tanto unos como otros, de bombardear  al prójimo para defender sus propias ideas, su sistema político, sus marcas comerciales o incluso su particular concepción de humanismo. Está amenazado por quienes, en nombre de la humanidad, acosan al ser humano.


          A una bella exiliada española en México, dedicada en su ancianidad a la filantropía desde su refugio en el mítico Tepozlán, le pregunté una vez: en tu opinión, ¿qué es arte?.  “Arte – me dijo -  es la sublimación de lo inútil”


-        Pero qué barbaridad me estás diciendo, Eugenia, cómo puedes decir eso del arte.

-        Es un elogio jovencito – me dijo -, o crees que la Capilla Sixtina tiene utilidad como tejado, que la Novena Sinfonía se come, o que el David de Miguel Angel sirve como perchero. Solo el ser humano es capaz de hacer algo inútil, y solo los artistas pueden alcanzar la más divina y perfecta inutilidad.


          El humanismo es absoluta y felizmente inútil, no sirve para pagar una hipoteca ni para arreglar un frigorífico. Ni siquiera nos prometen que sirva para ganarnos el cielo, si existiera. Servir solo sirve para intentar llenar de contenido la palabra humano, para hacernos más dignos de serlo, para encontrar sentido al breve hecho de estar aquí, para inculcárselo a nuestros hijos, para avanzar en la construcción de eso llamado humanidad y, en algunos casos, para dejar una efímera huella de nuestros pies en esa arena bañada por aquel mar.

ALONSO DE CONTRERAS
Martes, 21 de Junio de 2005, Santiago de Chile    

viernes, 4 de noviembre de 2011

DE GRACIAS…CARIDAD.


Por 



Gracias es una palabra de color guinda… y para darse cuenta de su delicioso sabor, hay que escribirla entre signos de exclamación… por supuesto no me estoy refiriendo a la gris desvaída, esa que emitimos automáticamente por pura cortesía, sino a la que nos brota del alma,  impensada y excesiva como toda emoción que se respete.
El agradecimiento genuino, solo surge frente a lo gratuito que se nos brinda, aquello que se nos da por deber, como justamente “se nos debe”, no produce en nuestro interior esa pequeña revolución gozosa. La entrega de lo debido, produce acaso una cierta inclinación de cabeza, un reconocimiento del otro como persona con sentido del deber, una distante sensación de respeto…en cambio ese, ¡gracias! al que me refiero,  solo puede suscitarlo aquello que lleve adherido ese  rabillo de añadidura, de gratuidad, de desmesura…
Interesada por este asunto de las etimologías, me puse a investigar un poco sobre el origen de “Gracias”: “gratias aguere” (dar gracias), que alude al reconocimiento y alabanza que produce “en todo bien nacido” que hubiera dicho mi madre, la sensación de reconocimiento por el favor recibido. Lo que no sabía y me pareció profundamente sugerente, es que existe un vínculo aún más antiguo entre Gratus y gratia, que tienen la misma raíz indoeuropea, que genera en latín un préstamo literario que es Charites y que se refiere a las “gracias” con sentido de elegancia, atractivo, encanto, donaire, garbo, hermosura. De ella deriva la palabra Caridad, (Charite) de dónde proviene también,  caricia.
Creo que este vínculo se traduce muchas veces de manera inconsciente en nuestras emociones y se exterioriza, producto de un inconsciente colectivo que ha ido cuajando en siglos de cultura, en expresiones que utilizamos sin caer en la cuenta de su tremendo poder decidor. Así ¡Gracias!, goza de buena salud entre nosotros y es una palabra casi consagrada por la buena educación, de la misma manera que “gracia”, caracolea por nuestro idioma toda pizpireta, ella. Vean si no la cantidad de expresiones que  jalonan nuestro decir… “me haces gracia”,  “estás llena de gracia”, “me caes en gracia”… Esta “gracia” se viste  de púrpura, amaranto, lilas claros.
Pero la pobre palabra “caridad”  está vestida de ceniza. Ha perdido prácticamente todo prestigio y se ha hundido en la connotación negativa, que apunta a esa  actitud de insoportable tufo paternalista, que la ha dejado vestida de harapos. Perdida en los registros de una religión anacrónica, es una palabra permítanme que les diga, injustamente tratada, porque si entendemos bien el juego de los sentidos lingüísticos, tendríamos que  aceptar que practicar la caridad, no es otra cosa que  ejercer las “gracias” , es  decir; vivir la vida… acariciando.
Habíamos quedado en  que lo que inspira este movimiento del corazón, que se traduce en  ese dulzor que brota inevitable ante lo que se nos brinda sin que lo merezcamos  y que nos lleva  a responder siempre gritando, aunque sea en silencio… ¡gracias!  es esa fineza de la vida, ese garbo con que se nos manifiesta a veces. La belleza del mundo se expande entonces (cuando lo hace), en un derroche que pareciera “agraciarnos” solo a nosotros…. Allí arriba en la montaña mirando ebrios hacia el valle,  nos sentimos a veces desbordados por algo que nos parece no se nos debe y sin embargo se nos otorga. Lo mismo nos sucede cuando sobre nosotros se despliega toda una fuerza, que exige que existamos y nos sostiene…. también cuando nos sentimos perdonados, abrazados hasta la médula, sin ni siquiera haber pedido perdón. La vida entonces  practica la caridad con nosotros, no la justicia.
Practicar la caridad es  dar ocasión a que la fineza del mundo se despliegue. Es suscitar en el ánima de los que nos rodean, ese desborde que nos llena la boca y el corazón del sabor de las cerezas maduras… (aquí por favor, que cada uno imagine el sabor que prefiera para que me entienda).
Por esto sugiero, que dejemos  por una vez, Caridad abandone la cocina, se vista de gala, acuda a palacio y baile hasta la media noche… aunque la inexorable historicidad de las palabras, la obligue a volver junto al fogón y nosotros volvamos a olvidarnos de su oculta hermosura…
Agradecer, ser caritativos, acariciar,  son palabras de distinta fortuna, para nombrar algo que no ha cambiado en el ser humano, desde que conquistamos la autoconciencia. Es bueno recordarlo.

lunes, 3 de octubre de 2011

ESTAR A LA ALTURA

por 


A veces, en el giro de una conversación, en medio de una página, en la sonoridad de una palabra, me detengo llevada por una especie de anhelo de juego…
Me gusta tirar de la punta del hilito que queda asomando en el ribete de algunas palabras para llegar  hasta donde pueda o me deje.
Hoy voy a jugar un poco con la palabra “altura” porque es de verdad muy interesante, como detrás de expresiones tan usuales entre  nosotros como “tener altura”, “estar a la altura”, “ponerse a la altura”….late una acepción de la palabra de la que no solemos percatarnos de inmediato. Me  refiero a la noción de “excelencia” (aquella que hace que algo sea digno de  respeto y aprecio) y que se adhirió a nuestro lenguaje por influencia de la  filosofía griega.
Conseguir altura, en este sentido implica un ideal de ser, al que lo  que “es” debe intentar alcanzar, para serlo en plenitud de sentido. No se nace “a la altura”; se consigue…a veces. Vivir humanamente para los griegos,  implicó una tarea en la que  el ser humano debe empeñarse mientras vive si quiere estar a la altura de un anhelo profundamente adherido  a su naturaleza.  Este es, el de salir de la caverna (este mundo imperfecto nuestro donde lo bueno y lo malo se mezclan inexorablemente) para subir hacia lo alto, allí  donde está la luz y podemos vislumbrar lo bello y lo bueno sin mácula. La ascensión no termina allí, es necesario subir más alto aún y mientras escribo esto ,es inevitable que venga a mi memoria aquel “Ata tu carro a una estrella”, lema de mi liceo santiaguino que  adornaba el escudo de mi uniforme y que tan hermosamente traducía ese ¡Sube! De  Platón. Esta subida es una dura tarea que no tiene únicamente un sentido  teórico: los griegos querían justamente saber para “estar a la altura”. Esto es: para poder actuar de acuerdo a ese Ser que no era ya una caprichosa  construcción de la imaginación, sino el descubrimiento de una inteligencia  profundamente apasionada que exigía coherencia vital. Los griegos amaban la  integridad.
Todos los mitos griegos de una forma u otra  dejan claro que esa que  lleva al cénit, no se trata de una subida fácil y sin consecuencias. ICARO  cayendo a plomo con sus alas quemadas tal vez sea el mejor de los ejemplos de  lo que tal subida puede implicar para el alma incauta porque, no es solo subir  hacia lo alto el asunto sino también, mantener el impulso y la dirección.
El viejo Platón, el poeta de los  filósofos antiguos, nos dejo el más hermoso de sus mitos para intentar explicar  el programa de este intento. Se trata del mito del “carro alado” Así…cada uno  de nosotros es semejante a un carro alado del que tiran dos briosos corceles y dirige un auriga. Su destino; el cénit de la bóveda celeste  y las dificultades: todas.
El carro es alado pero el tamaño de las alas varía, ya veremos que es  lo que hace crecer las alas. Los caballos simbolizan nuestras emociones,  formidables fuentes de energía, dóciles o díscolas según la lotería genética  (el temperamento se hereda). El auriga, finalmente, representan eso que  vulgarmente llamamos razón o entendimiento. Puede ser avezado o indolente,  débil o voluntarioso,..Las variantes  y sus combinaciones son legión y en definitiva, de él, del conductor del carro  depende  que el carro suba hacia la altura sin perder la dirección, se pierda o incluso se precipite hacia abajo.
Cómo podemos saber si “estamos a la altura”, si “nos hemos puesto a la  altura”. Platón, es claro al respecto: Si actuamos con armonía, si hay gracia  en nuestra subida, si dejamos algo así como una huella elegante a nuestro paso.  Más claro: si somos templados, si tenemos coraje, si actuamos con  prudencia. Llegada aquí, me pasa que topando  con la palabra prudencia, sé de antemano que más de alguno de mis lectores  tenderá a echarse para atrás puesto que sentirá que le punza un no se qué de mezquindad que le ha quedado adherido al termino desde que los desaforados  románticos hicieron irrupción en nuestra cultura. A mí me gustaría echarle un  cable a la más bienamada de las virtudes griegas y decir que prudencia no es  otra cosa que marcar rumbo, aflojar o dar rienda…que se trata de una virtud  “sin contenido” en sí misma pero que lo es todo en un viaje hacia la excelencia…luz, brújula, sextante, intuición…Quien haya conseguido ser  prudente es alguien que siempre “estará a la altura”. Es decir; mantendrá la  dirección hacía y lo bello y lo bueno y estos se traslucirán en su ascenso.  Tarea de muchas vidas, tan problemática se presenta.
Una nota a pie de página: El mito habla de un carro alado. Pues bien  hay algo que hace que las alas del carro crezcan y la tarea se haga liviana y  gozosa. Se trata del amor, la más poderosa de las emociones humanas, Cuando lo  sentimos el carro sube con tal ímpetu que es necesario que el auriga sostenga  las riendas con pericia para aprovechar el impulso…y no sufrir un descalabro.
…Me resulta fascinante tomar conciencia de la profundidad en que se  asientan tantas de nuestras palabras y cómo, tirando un poco de su historia podemos conseguir a veces que recobren algo de su altura.

jueves, 4 de agosto de 2011


Los porqués del hambre

Por Esther Vivas, del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales de la Universidad Pompeu Fabra, y autora de Del campo al plato. Los circuitos de producción y distribución de alimentos(EL PAÍS, 30/07/11):
Vivimos en un mundo de abundancia. Hoy se produce comida para 12.000 millones de personas, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), cuando en el planeta habitan 7.000. Comida, hay. Entonces, ¿por qué una de cada siete personas en el mundo pasa hambre?
La emergencia alimentaria que afecta a más de 10 millones de personas en el Cuerno de África ha vuelto a poner de actualidad la fatalidad de una catástrofe que no tiene nada de natural. Sequías, inundaciones, conflictos bélicos… contribuyen a agudizar una situación de extrema vulnerabilidad alimentaria, pero no son los únicos factores que la explican.
La situación de hambruna en el Cuerno de África no es novedad. Somalia vive una situación de inseguridad alimentaria desde hace 20 años. Y, periódicamente, los medios de comunicación remueven nuestros confortables sofás y nos recuerdan el impacto dramático del hambre en el mundo. En 1984, casi un millón de personas muertas en Etiopía; en 1992, 300.000 somalíes fallecieron a causa del hambre; en 2005, casi cinco millones de personas al borde de la muerte en Malaui, por solo citar algunos casos.
El hambre no es una fatalidad inevitable que afecta a determinados países. Las causas del hambre son políticas. ¿Quiénes controlan los recursos naturales (tierra, agua, semillas) que permiten la producción de comida? ¿A quiénes benefician las políticas agrícolas y alimentarias? Hoy, los alimentos se han convertido en una mercancía y su función principal, alimentarnos, ha quedado en un segundo plano.
Se señala a la sequía, con la consiguiente pérdida de cosechas y ganado, como uno de los principales desencadenantes de la hambruna en el Cuerno de África, pero ¿cómo se explica que países como Estados Unidos o Australia, que sufren periódicamente sequías severas, no padezcan hambrunas extremas? Evidentemente, los fenómenos meteorológicos pueden agravar los problemas alimentarios, pero no bastan para explicar las causas del hambre. En lo que respecta a la producción de alimentos, el control de los recursos naturales es clave para entender quién y para qué se produce.
En muchos países del Cuerno de África, el acceso a la tierra es un bien escaso. La compra masiva de suelo fértil por parte de inversores extranjeros (agroindustria, Gobiernos, fondos especulativos…) ha provocado la expulsión de miles de campesinos de sus tierras, disminuyendo la capacidad de estos países para autoabastecerse. Así, mientras el Programa Mundial de Alimentos intenta dar de comer a millones de refugiados en Sudán, se da la paradoja de que Gobiernos extranjeros (Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Corea…) les compran tierras para producir y exportar alimentos para sus poblaciones.
Asimismo, hay que recordar que Somalia, a pesar de las sequías recurrentes, fue un país autosuficiente en la producción de alimentos hasta finales de los años setenta. Su soberanía alimentaria fue arrebatada en décadas posteriores. A partir de los años ochenta, las políticas impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para que el país pagara su deuda con el Club de París, forzaron la aplicación de un conjunto de medidas de ajuste. En lo que se refiere a la agricultura, estas implicaron una política de liberalización comercial y apertura de sus mercados, permitiendo la entrada masiva de productos subvencionados, como el arroz y el trigo, de multinacionales agroindustriales norteamericanas y europeas, quienes empezaron a vender sus productos por debajo de su precio de coste y haciendo la competencia desleal a los productores autóctonos. Las devaluaciones periódicas de la moneda somalí generaron también el alza del precio de los insumos y el fomento de una política de monocultivos para la exportación forzó, paulatinamente, al abandono del campo. Historias parecidas se dieron no solo en países de África, sino también en América Latina y Asia.
La subida del precio de cereales básicos es otro de los elementos señalados como detonante de las hambrunas en el Cuerno de África. En Somalia, el precio del maíz y el sorgo rojo aumentó un 106% y un 180% respectivamente en tan solo un año. En Etiopía, el coste del trigo subió un 85% con relación al año anterior. Y en Kenia, el maíz alcanzó un valor 55% superior al de 2010. Un alza que ha convertido a estos alimentos en inaccesibles. Pero, ¿cuáles son las razones de la escalada de los precios? Varios indicios apuntan a la especulación financiera con las materias primas alimentarias como una de las causas principales.
El precio de los alimentos se determina en las Bolsas de valores, la más importante de las cuales, a nivel mundial, es la de Chicago, mientras que en Europa los alimentos se comercializan en las Bolsas de futuros de Londres, París, Ámsterdam y Fráncfort. Pero, hoy día, la mayor parte de la compra y venta de estas mercancías no corresponde a intercambios comerciales reales. Se calcula que, en palabras de Mike Masters, del hedge fund Masters Capital Management, un 75% de la inversión financiera en el sector agrícola es de carácter especulativo. Se compran y venden materias primas con el objetivo de especular y hacer negocio, repercutiendo finalmente en un aumento del precio de la comida en el consumidor final. Los mismos bancos, fondos de alto riesgo, compañías de seguros, que causaron la crisis de las hipotecas subprime, son quienes hoy especulan con la comida, aprovechándose de unos mercados globales profundamente desregularizados y altamente rentables.
La crisis alimentaria a escala global y la hambruna en el Cuerno de África en particular son resultado de la globalización alimentaria al servicio de los intereses privados. La cadena de producción, distribución y consumo de alimentos está en manos de unas pocas multinacionales que anteponen sus intereses particulares a las necesidades colectivas y que a lo largo de las últimas décadas han erosionado, con el apoyo de las instituciones financieras internacionales, la capacidad de los Estados del sur para decidir sobre sus políticas agrícolas y alimentarias.
Volviendo al principio, ¿por qué hay hambre en un mundo de abundancia? La producción de alimentos se ha multiplicado por tres desde los años sesenta, mientras que la población mundial tan solo se ha duplicado desde entonces. No nos enfrentamos a un problema de producción de comida, sino a un problema de acceso. Como señalaba el relator de la ONU para el derecho a la alimentación, Olivier de Schutter, en una entrevista a EL PAÍS: “El hambre es un problema político. Es una cuestión de justicia social y políticas de redistribución”.
Si queremos acabar con el hambre en el mundo es urgente apostar por otras políticas agrícolas y alimentarias que coloquen en su centro a las personas, a sus necesidades, a aquellos que trabajan la tierra y al ecosistema. Apostar por lo que el movimiento internacional de La Vía Campesina llama la “soberanía alimentaria”, y recuperar la capacidad de decidir sobre aquello que comemos. Tomando prestado uno de los lemas más conocidos del Movimiento 15-M, es necesaria una “democracia real, ya” en la agricultura y la alimentación.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Adán y Eva se entendían a besos

La humanidad moderna surgió en el sur de África de una población de bosquimanos - El primer lenguaje fue el khoisán, donde las consonantes suenan como chasquidos y besos

JAVIER SAMPEDRO 13/03/2011

El artefacto ideal para responder la pregunta del millón -¿de dónde venimos?- sería una máquina del tiempo, pero el segundo mejor es un secuenciador de genes. Un equipo de genetistas y matemáticos ya tiene la respuesta: toda la humanidad actual proviene de una población de cazadores-recolectores que se originó en el sur de África hace 200.000 años.

El artefacto ideal para responder la pregunta del millón -¿de dónde venimos?- sería una máquina del tiempo, pero el segundo mejor es un secuenciador de genes. Un equipo de genetistas y matemáticos ya tiene la respuesta: toda la humanidad actual proviene de una población de cazadores-recolectores que se originó en el sur de África hace 200.000 años. Nuestros primeros padres eran bosquimanos y se comunicaban en khoisán: la lengua ancestral de la humanidad, donde las consonantes eran chasquidos como el sonido de un beso.

Brenna Henn y sus colegas de Stanford y otras seis universidades, entre ellas la Pompeu Fabra de Barcelona, acaban de presentar en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) la comparación genómica -entre los genomas de los humanos actuales- más amplia y avanzada hasta la fecha. Como los genomas van acumulando cambios a lo largo del tiempo, estas comparaciones sirven para deducir el pasado de la especie: las poblaciones ancestrales muestran muchos cambios, tanto dentro de la población -entre un bosquimano y otro, por ejemplo- como fuera de ella -entre un bosquimano y un vecino bantú o un europeo, siguiendo con el ejemplo-.

Los resultados confirman con fuerza ciertos indicios anteriores, pero también enmiendan algunas percepciones erróneas. Las poblaciones dispersas de cazadores-recolectores que perviven en África, como los bosquimanos, provienen de un ancestro común claramente distinto del ancestro común de los pueblos agricultores y ganaderos que los rodean.

Los bosquimanos del sur, hablantes de lenguajes clic -donde las consonantes suenan como besos y chasquidos de fastidio-, revelan una variedad genética interna mucho mayor que cualquier otra población humana actual. La razón es que toda la humanidad actual proviene del sur de África -y no de Etiopía, como se pensaba-, y que los actuales hablantes de lenguajes clic son los herederos en línea directa de nuestros primeros padres.

Nuestra especie, el Homo sapiens, evolucionó en África hace unos 200.000 años. Esa es la datación de los primeros cráneos fósiles con morfología moderna que han hallado los paleontólogos, en yacimientos de Etiopía. Y también es la época en que vivió la Eva africana -la mujer de la que provienen todas las mujeres vivas-, según han podido inferir los genetistas comparando el ADN de las poblaciones actuales.

Los humanos modernos -inicialmente una pequeña población- se extendieron pronto por todo el continente africano. Su salida de allí, en un pequeño número de migraciones que acabaron colonizando todo el planeta, ocurrió mucho después, hace solo unos 60.000 años.

Como los humanos modernos llevan en África más tiempo que en ninguna otra parte -y como solo una pequeña fracción de ellos colonizó el resto del mundo-, los africanos actuales son mucho más diversos que todo el resto de la humanidad junta. Por ejemplo, de las 6.909 lenguas que se hablan actualmente en el mundo, casi un tercio (2.110) son africanas. Como comparación, en Europa solo se han catalogado 234 lenguas.

Lo mismo vale para la diversidad genética. De hecho, la población mundial no africana es tan homogénea que los genetistas calculan que proviene de no más de 1.000 o 1.500 individuos que salieron de África hace unos 60.000 años. La mayor parte de la diversidad genética humana se quedó en África, y sigue estando allí.

El análisis de Brenna Henn y sus colegas es el más completo hasta la fecha, con datos de 580.000 snips (cambios de una sola letra en el ADN; las siglas son de single nucleotide polymorphisms) en 26 poblaciones africanas, incluidas seis poblaciones de cazadores-recolectores, como los hadza y los sandawe de Tanzania y los bosquimanos namibios y khomani del sur de África.

Los resultados descartan que nuestra especie surgiera en el este de África, y apuntan con fuerza a un origen surafricano (técnicamente, lo segundo es entre 300 y 1.000 veces más probable que lo primero). Y también señalan a las poblaciones de cazadores-recolectores hablantes de lenguajes clic como los descendientes en línea directa de aquellos primeros humanos.

Dos de los autores del trabajo son Laura Rodríguez-Botigué y David Comas, del Instituto de Biología Evolutiva de la Pompeu Fabra. "El trabajo", dice Comas, "analiza la diversidad genética autosómica de tres poblaciones de cazadores-recolectores de Tanzania y Sudáfrica, y las compara con otras poblaciones africanas. El estudio de la evolución y la historia demográfica del continente africano supone un gran reto para los genetistas debido a la gran diversidad genética que existe entre los cientos de poblaciones que viven allí".

Las poblaciones cazadoras-recolectoras, explica el evolucionista de Barcelona, son una minoría y están bastante aisladas geográficamente, pero tienen un especial interés porque llevan un modo de vida anterior a la aparición de la agricultura y el pastoreo en África, que solo ocurrió hace unos 5.000 años.

"Para inferir la historia demográfica de las poblaciones de cazadores-recolectores actuales", prosigue el científico, "hemos analizado su diversidad genética y la hemos comparado con la de 24 poblaciones más, representativas de la compleja estructura demográfica del continente africano; hasta ahora, la variación genética en estos grupos no había sido muy estudiada, y se desconocía si las poblaciones cazadoras-recolectoras son en realidad descendientes de los agricultores que, en algún momento, revirtieron su modo de vida, o en cambio son los herederos de los antiguos grupos que poblaban el continente antes de la expansión de la agricultura".

Los resultados demuestran que las poblaciones de cazadores-recolectores "son mucho más diversas genéticamente que el resto de poblaciones africanas", subraya Comas. "Esto descarta la hipótesis de que estas poblaciones sean descendientes de agropastoralistas, y revela la profunda antigüedad de los grupos de cazadores-recolectores".

Estos datos genéticos muestran que "la localización geográfica más probable del origen de los humanos se sitúa al sur del continente africano, lo que discrepa de la hipótesis demográfica más aceptada hasta el momento, que postula que el origen del hombre moderno se podría situar en África del este".

Todos los lenguajes khoisán del sur de África utilizan cuatro clics básicos, que los lingüistas representan con símbolos como |, que es idéntico a nuestro chasquido de desaprobación; ||, parecido al sonido ts; o q, que es exactamente el sonido de un beso.

Fue el antropólogo y lingüista Joseph Greenberg, que también trabajó en Stanford hasta su muerte en 2001, quien propuso en los años sesenta que los lenguajes clic, hablados por pequeñas poblaciones de bosquimanos salpicadas por el sur y el este de África, formaban en realidad una sola familia lingüística, el khoisán. Según su clasificación, el khoisán era de hecho una de las cuatro grandes familias en que se agrupan los más de 2.000 lenguajes africanos (las otras tres, abrumadoramente mayoritarias, se llaman níger-congo, nilo-sahariano y afroasiático).

Pero la propuesta de Greenberg sobre el khoisán fue muy polémica desde su formulación, y sigue siéndolo, porque el único rasgo común que tienen estas lenguas es el uso de clics. Por lo demás, no se parecen en nada: ni en el vocabulario, ni en la manera en que se forman las palabras ni en la construcción de oraciones.

No solo las lenguas clic de África oriental difieren por completo de las del sur, sino también estas entre sí. Persona, por ejemplo, se dice !kwi en el extremo sur, khoe un poco más al norte, y ju otro poco más aún, ya en el norte de Namibia. De ahí que los lingüistas llamen !kwi, khoe y ju a las lenguas clic de esas tres zonas.

Pese a las extinciones masivas de bosquimanos -y de sus lenguas- acaecidas en los últimos siglos, quedan aún un cuarto de millón de hablantes de khoe. Las otras lenguas clic son mucho más raras: algunas agonizan con solo un centenar de hablantes, y muchas otras se han extinguido en los últimos tres siglos. La Universidad Nacional de Taiwan y la Enciclopedia Británica contienen muestras de audio de muchas de estas lenguas.

Pese al parco repertorio de chasquidos básicos, los hablantes de khoisán pueden matizar cada clic de varias formas -nasalizándolo, aspirándolo, sonorizándolo- y combinarlo con distintas consonantes convencionales, hasta producir algunos de los sistemas fonéticos más complejos que se conocen. El lenguaje !xoo llega a distinguir de este modo más de 120 consonantes, un récord mundial seguramente imbatible.

Aparte de los bosquimanos, las principales poblaciones actuales de cazadores-recolectores que perviven en África son los pigmeos. Lluis Quintana-Murci, del Instituto Pasteur de París, ha demostrado que todos los pigmeos, pese a vivir en poblaciones aisladas y muy separadas geográficamente, tienen un origen común: solo evolucionaron una vez.

Los signos arqueológicos de una inteligencia humana plenamente actual -arte, rituales, pericia técnica, gran diversidad de herramientas- solo tienen 50.000 años, pese a que el cráneo humano moderno ya existía hace 195.000, que es la edad del fósil más antiguo de nuestra especie, hallado en Etiopía. Estos fósiles con forma moderna pero más antiguos de 50.000 años suelen llamarse "humanos anatómicamente modernos". Las primeras evidencias de Homo sapiens fuera de África son unos esqueletos fósiles hallados en cuevas en el sur del actual Israel, datados entre 120.000 y 90.000 años antes del presente. Son escasos.

La salida del continente africano ocurrió entre 80.000 y 60.000 años atrás, lo que coincide con la aparición, precisamente en el sur de África, de unas culturas caracterizadas por el uso de herramientas avanzadas, e incluso de símbolos abstractos.

Se denominan Still Bay (SB) y Howieson's Poort (HP), y aparecen en estratos repartidos por muchos yacimientos del sur del continente. El mejor caracterizado es la cueva Blombos, en la Provincia del Cabo, en el extremo meridional de África. En esa cueva aparecieron dos piezas de arcilla roja con unos grabados geométricos. Constituyen la evidencia aceptada más antigua de arte abstracto, 70.000 años antes de Kandinsky.