miércoles, 14 de mayo de 2014

JARTÚM

  
          Ocre, Casi toda la ciudad , es ocre. Ese es el color del polvo en Africa, un polvo limpio, seco. Cada mota es una escama de la  piel del desierto que el viento ha levantado y arrastrado centenares de kilómetros, a veces miles. Es una ciudad higiénica, no es la basura de las grandes ciudades europeas que fermenta  y hiede cerca de los barrios pobres. Aquí el polvo es arcilla, granos de cuarzo, cal y años, muchos años.


          Jartúm está cubierto por el ocre. Cuando llueve, el color gotea de las hojas de los árboles a lo largo de  “La Corniche” que bordea el Nilo. El ocre y el verde se enfrentan en Jartúm como dos enemigos que no pudieran vivir el uno sin el otro. Desde una de las riberas del Nilo, en Ondurman, la ciudad gemela, la tumba ocre de El Mahdi desafia al verde de las palmeras imperiales, los ficus, los sauces y los flamboyanes que adornan el palacio del general Gordon, al otro lado del rio. Entre los troncos, el busto en bronce del general inglés mira en la distancia la cúpula de la tumba donde descansa – si puede – su enemigo, el lider de Los Ansares. El Mahdi, el enviado de Dios, le hizo un favor a Gordon cuando lo decapitó. Gordon y Jartúm se convirtieron desde entonces en sinónimos, y de otra forma el militar abandonado por Londres hubiera pasado a ser un simple derrotado. El Mahdi admiraba al inglés, a quienes sus propias tropas llamaban Al Said, el Cid, el señor. Sus guerreros indisciplinados tras siglos de pillaje y comercio de esclavos, eran descendientes de los antiguos ejércitos árabes que, olvidados por los generales de Mahoma, luchaban desde los tiempos de la conquista  de Egipto – y todavia lo hacen – contra los cristianos y animistas del sur. Los árabes nunca pudieron conquistar un territorio sin que, desde dentro, alguien les invitase a entrar. Y nadie les ha invitado nunca a bajar por el Nilo más allá de Jartúm. Aún hoy la guerra de Ecuatoria es terrible, aunque a nadie le importa porque Mc Donalds solo llega hasta El Cairo.


          Desde el hotel Meridien de Jartum se ven los árboles del palacio de Gordon, el gobernador general del Sudán. Pero más cerca, al lado de la plaza donde cada miércoles instalan su mercadillo los  curanderos negros del sur y los milagreros árabes del norte, con sus diferentes pócimas para idénticos males, hay una zona de casas bajas, todas ellas con una gran azotea cuadrada donde, cuando el sol no aprieta, las mujeres, los niños y los viejos esperan la noche. La llegada de una nube de   mosquitos, señala cada anochecer el momento de ponerse a cubierto, si es posible cerca del brasero donde arda una boñiga de camello, mucho más eficaz y menos apestosa que cualquier loción con la que se embadurnan los diplomáticos y los pocos turistas que llegan al Umbral de Africa .


          Aquella terraza era como cualquiera otra.  Algunas piezas de ropa se secaban en la cuerda tendida entre dos palos, un viejo árabe, sentado en un cajón y apoyado en su largo bastón, fumaba una “shisha”  sin levantar la vista del suelo. En la otra esquina de la azotea, diáfana y limpia, un niño vestido con una roida “galabeya”  a rayas ocres y verdes jugaba con su gato.
Los dos eran cachorros: el niño quizá  de siete años, teniendo en cuenta que en Africa los niños de diez parecen de siete y se les trata como de quince, el gato, de pocas semanas, como mucho tendría algo más de un mes. La mirada del viejo estaba fija en el suelo.

          Aquel atardecer era un buen momento para poner en orden las horas pasadas. Desde la ventana de mi habitación del hotel una leve brisa devolvía hacia dentro el humo del cigarrillo, y hacia el este, mas allá del Nilo, mas allá de todo  el desierto, y mucho mas allá del Chad y del resto de Africa, se ponia sangrando el sol. El atardecer es muy lento cerca del desierto. En el Sahara el sol llega a quedarse inmóvil en los últimos minutos de su jornada, suspendido a pocos centímetros del horizonte, y pasa un largo rato antes de que la esfera roja llegue por fin a tocar tierra. Cuando se decide a moverse de nuevo parece que expira agotado, que se desploma. Se puede ver como cae, de golpe. Luego el cielo azul se tiñe de rojo y, antes de que llegue la oscuridad, Africa y sus nubes en forma de copa  de acacia toman el mismo color. Ocre. El gato juega con la pelota de paja que el niño ha atado a un cordel. La agarra y la muerde, imaginando que es un pájaro o un ratón. El viejo fuma, inmóvil, sin levantar la vista del suelo.


          Recordaba la entrevista con el ministro del interior.  Uno de los responsables  del derrocamiento del general Nimeiri, Descalzo y en camiseta, ofreciéndome  té tras té y esperando unas preguntas que no comenzaban nunca porque, después de haber tomado otros diez tés en otros tantos despachos, no me imaginaba que él fuera definitivamente el ministro, y yo continuaba esperando que se abriera una última puerta y apareciera un señor, ya no en corbata, sino al menos en mangas de camisa. Esas horas pasadas no le sobraban a ese día. Eran parte de Jartúm y no desentonaban ni con la ciudad ni con su ocre. El sol ya  está entre el horizonte y las nubes; las tiñe de rojo por abajo. El niño y el gato juegan cada vez más felices. El viejo sigue impertérrito, mirando al suelo.


          Tampoco desentonaba en Jartúm el embajador español ofreciendo whisky  a sus visitas medio sumergidas en la piscina, y mucho menos los cuatro o cinco enormes sapos que entre las hierbas flotantes, de un verde menos intenso que el propio agua,  miraban con desorbitados ojos de asombro el baile de los vasos y los cubiletes de hielo. También era parte del día y de la ciudad ocre, la  canciller de la embajada, vieja gloria hispana a quien se adivinada un ayer de buen mirar, convertida en imprescindible para los diplomáticos a golpe de años sudaneses y de experiencia africana. Se decía de ella que había pasado por los dormitorios de muchos ministros e incluso por el del general Nimeiri, antes de que el militar se entregase en cuerpo y  en alma al integrismo islámico, tan útil para pedir  dinero sin intereses  a los teócratas de la casa real saudí. El niño ya tiene práctica en tirar la pelota hacia el gatito, y cada vez el cachorro la atrapa con mayor presteza. La risa del niño contrasta con el  silencio del viejo. Tabaco, bastón y mirada al suelo.


          Tampoco sobraba, en el cuadro que el día había pintado de ocre, el embajador inglés, aprovechando uno de los últimos destinos donde aún podía vestirse cada día de blanco para tomar el té sin que lo jubilasen del Foreign Office por esquizofrénico. Se vanagloriaba de haber ayudado al Gobierno de Jartúm a asfaltar la carretera de Port Sudán, en el Mar Rojo. La guerrilla asegura que Irak ha proporcionado cientos de armas al nuevo Gobierno a cambio de que le permita instalar misiles en Port Sudán, desde donde se puede cerrar todo el tráfico marítimo hacia el canal de Suez. Al inglés no le importa. Eso es problema de su colega en El Cairo. ¿Cómo es posible que la risa del niño no haga sonreír al viejo?


          Quien sí estaba de más  aquel día, fuera del dibujo ocre, desenfocado, era el secretario de la embajada española, pegando saltos, raqueta en mano, todo Lacoste blanco y Adidas nuevas, corriendo hacia las canchas de tenis del British Club donde le esperaba su esposa. La red de tenis  era para ellos la única línea que merecía la pena cruzar en el Sudán. El partido de tenis era la guinda de un día aparentemente perfecto en su primer destino en el exterior. Había recibido varias películas en video y el “Hola” por  la valija diplomática. El gato ya ha comenzado a saltar entes de que el niño le tire la pelota,  ahora es el gato quien entrena al niño. La mirada del viejo no se aparta del suelo.


          También era parte de Jartúm el amuleto que el milagrero musulmán intentaba venderme a la puerta del hotel. Parecía una pata seca de cabra, con un delicado pañuelo de puntilla en uno de sus extremos, pero era demasiado cara para ser solo eso. Se trataba de una mano humana, la izquierda, disecada, con el pulgar debajo de la palma y los otros  cuatro dedos unidos en dos pares. Al secarse la carne, las uñas parecian haber crecido en forma tenebrosa. Era la mano de un ladrón, mutilado por la ley islámica que ha llenado el sur del pais de mancos y cojos. La mayoría de los condenados a la amputación muere por la infección del hachazo. Los supersticiosos y los curanderos que se pegan por recoger la mano recién cortada juran que el trozo de momia, apergaminado, es capaz de atraer riquezas a quien la tenga en casa. La risa del niño se oye desde la habitación del hotel, pero el viejo sigue inmutable, mirando el suelo.


          Las mutilaciones de manos y pies y las decapitaciones no son nuevas, ya eran habituales con Nimeiri en el poder. Como en el pais de sus primos de Riad, también son comunes las lapidaciones de adúlteras, a quienes se encierra en un saco
  negro antes de que un pelotón de siete cínicos – entre ellos el marido – descarguen sobre él una pila de ladrillos. La lapidación dura hasta que el saco no se mueve, luego se reza un versículo del Corán que justifica todo, como pasa con la confesión cristiana. Después de Nimeiri se temía un recrudecimiento de la “shariaa” – lo que efectivamente sucedió que había sido implantada en 1981 en todo el pais para justificar la decapitación de los cristianos negros del sur y la costumbre de colgar manos cortadas de niños y viejos a la entrada de los pueblos bajo el control de las tropas gubernamentales. A esta barbaridad los soldados del coronel Garang, mas  al sur de Bahr El Gazhal, contestaban metiendo una lata vacía de cerveza en la boca del cráneo que había pertenecido a un soldado musulmán, después de cocerlo para poder limpiar sus huesos. Ese trofeo de guerra, colocado al lado del camino, era la señal de tráfico que anunciaba a los viajeros cuando se acercaban a un poblado controlado por la guerrilla.  A partir de ahí los musulmanes corrían peligro. El niño ha decidido sentarse a jugar con su gato en el suelo. Le hace cosquillas en la tripa mientras el cachorro juega a devorarle una de sus muñecas. Los ojos del viejo no se levantan nunca del suelo.


          El personaje más siniestro del día había sido el cazador catalán, gordo, sudoroso y con una enrojecida red de venas en su nariz de alcohólico. Atendido en todo momento por dos muchachos nubios, además de los camareros del bar del hotel, fanfarroneaba de ser el único occidental que tenía permiso del Gobierno y de la guerrilla para cazar en la provincia de Ecuatoria. Su hija estudiaba en Estados Unidos pero él no podía ir por no sé que lío  con una compañía de exportación.Cuando iba a España, decía que se quedaba en  Marbella, en casa de Adnan Kashogui. Probablemente era falso, aunque sí es cierto que el millonario libanés-saudi tenia muchos negocios  en Sudán.
Me ofreció viajar  gratis en su avioneta hastaYuba para hablar con John Garang, y se atrevía a mencionar en alto el nombre del guerrillero sabiendo que el compañero de barra podía ser un coronel del ejército. Era obvio que vendía  armas a unos y otros. No dudé ni un momento  de su capacidad de matar seres humanos con la misma indiferencia con que podía disparar a un antílope.  A una señal suya uno de sus ayudantes nubios se acercó a una camarera. Era bonita, delgada  y esbelta, probablemente hija de etíopes. Tenia dos finas escarificaciones en los pómulos que mostraban el reciente rito con el que su familia habia celebrado la  pubertad. El nubio habló un momento con ella sin hacer ningún gesto, sin sonreír y mirándola fijamente a los ojos. La joven bajó la vista, dejó la bandeja y, con pasos cortos y las  manos pegadas a sus muslos, siguió obediente al ayudante del catalán. Probablemente fué a esperarlo en la habitación. El niño y el gato parecen ser la única muestra de ternura en Jartúm. El viejo sigue mirando al suelo.


          El dia había cundido, a pesar de las dos horas largas que el viejo aparato de telex tardó en masticar, a trozos, la cinta con la crónica que seguramente ningún periódico publicaría.
“¿Alguien sabe donde queda el Sudán?”. “Yendo hacia donde Cristo perdió el gorro, a la izquierda, pero no me quites espacio para lo de la reunión de Bruselas que tengo ochocientas palabras y hoy va foto del ministro”. Jartúm  está extendida junto al Nilo, casi tumbada a sus orillas. Pocas casas levantan más de dos pisos. Es una ciudad ancha y triple, dividida por los tres brazos de río, pero sin embargo se recorre rápidamente, incluso en calesa, porque su trazado es perfectamente rectangular. La noche anterior había conseguido comprender su aire, deleitándome con él, antes de intentar entender a su gente. El paseo nocturno junto al rio, cerca del puente tendido poco mas allá  de donde confluyen el Nilo Blanco y el Nilo Azul, había sido lento, con largos momentos para escuchar las grullas que emigraban al sur, orientándose por las estrellas, hacia el Zaire y Uganda,. Centenares de luciérnagas intercambiaban mensajes de amor en morse, algunos búfalos chapoteaban en la orilla y una sola estrella más hubiera hecho que el cielo estallase en luz. El Nilo baja muy lentamente hacia Egipto, no se le oye, pero se puede sentir como se arrastra, lleno de limo en el fondo y adornado en la superficie con una capa de lirios de agua, ramas y años, que podrían llegar flotando hasta Alejandría si no fuera porque los detiene la presa de Asuán. Todos los almuecines de Jartúm han comenzado a llamar  a oración. Dios es grande, no hay más divinidad que Dios y Mahoma es su profeta. El gato ha vuelto a perseguir la pelota de paja y el niño se rie a carcajadas. El viejo nunca deja de mirar al suelo.


          El viejo se levantó. Primero él y luego su mirada. Tomó su bastón por el final y blandió el nudo de madera como una maza. De una sola zancada  llegó hasta el gato y estrelló el palo contra su cabeza con toda la fuerza que pudo. Un solo golpe. No miró al niño, no dijo ni una sola palabra, tomó de nuevo su bastón por la empuñadura y regresó a su cajón y a su tabaco. Su mirada quedó fija en el suelo.


          El cachorro comenzó a dar vueltas en círculos cuyo centro era su cabeza aplastada, pegada al cemento. Las convulsiones lo impulsaban, como si una parte de su cuerpo quisiera escapar de la muerte donde ya estaba la otra parte. Solo estuvo vivo unos minutos más, de cintura para abajo.  Sus patas traseras todavía persiguieron un   poco más al juguete de paja  que había quedado al lado de su boca y que comenzaba a mancharse de sangre  y sesos.


          El niño quedó paralizado, no podía quitar la vista de su gato. Los dos agonizaban. El gato de un bastonazo en la cabeza. El niño con un mazazo aún más fuerte dentro del pecho. Permaneció inmóvil, aguantando la respiración y atravesado por la sorpresa. De su mano colgaba el cordel al que estaba atada la pelota de paja. Cuando el gato dejó de moverse se levantó lentamente y fue hacia él, con las manos caídas y arrastrando la cuerda. Se puso en cuclillas junto a la mancha de sangre. La tocó y miró al viejo sin que le contestaran aquellos ojos que ya estaban, otra vez fijos en el suelo.


          El niño levantó en silencio su gato muerto y volvió muy lentamente a su esquina. Su “galabeya”  se manchó de sangre. La ventana del hotel estaba muy lejos para poder ver si había lágrimas en sus ojos. En los míos sí. De repente hizo un frio intenso. Todo el ocre de Jartúm se condensó en mi garganta.
El niño, con la cabeza gacha, dejó de mirar a su gato y fijó su vista en el suelo. Yo también.
                                                                Alonso  de Contreras

                                                                      Enero de 1985







 EL HUMANISMO Y EL MAR


         Mi mayor problema para dictar una charla es haber tenido el privilegio, a lo largo de mi muy privilegiada vida, de escuchar a magníficos conferenciantes. Por eso es muy presuntuoso de mi parte pensar que lo que les escuché a ellos y lo que intento hacer hoy reciben el mismo nombre de conferencia.


          Recuerdo una tarde, hace unos diez años, cuando asistí a una preciosa exposición en la Republica Dominicana del escritor español Antonio Gala sobre la libertad.  Gala el autor de la magnífica novela El Manuscrito Carmesí, un canto a la tolerancia política y religiosa en la Córdoba árabe-aunque el público lo conoce más por La Pasión Turca-empezó preguntando a los asistentes:


          ¿Cuál creen ustedes que es más valiosa, la conferencia de un sabio o la de un ignorante?


Silencio en la sala, lógicamente pues se sospechaba la trampa retórica.

          Es mucho más valiosa la de un ignorante, como la mía-dijo-porque en ocasiones con la conferencia de un sabio nadie aprende absolutamente nada, pero en esta ocasión, al menos uno de los presentes, yo mismo, he tenido que pensar mucho para escribirla, con lo que, por lo menos yo he aprendido algo.


          Lo siento por ustedes, pero esa es mi  situación esta tarde. Debo advertirles que la única persona que va a sacar provecho de mis palabras seré yo mismo, por eso les agradezco mucho que me hayan hecho pensar sobre el “humanismo” un concepto endiablado, con trampa, una palabra que, como dirían en los pueblos de Castilla, sirve tanto para un  roto como para un descosido.


          La palabra es lo que nos hace humanos, pero también somos esclavos de esa misma palabra. El lenguaje nos permite referirnos a la nada y al infinito, pero también pone los límites a nuestro pensamiento.
Somos “el animal relatado”, y el mundo, nuestra realidad, es nuestra forma personal de novelarlo . Humberto Maturana dice que el vivir humano, la “autopoiesis”-vaya palabra la del matrístico chileno -  es precisamente  eso,
“lenguajear” . Por eso los iletrados – exitosos o no, porque hay ricos y famosos muy analfabetos – viven en un mundo minúsculo y su historia se reduce a su limitado acontecer personal. ¿Por qué empezar recordando todo esto , cuando de lo que se trata es de dialogar sobre el humanismo?. Porque la palabra – que ya sabemos  que nos esclaviza -, muchas veces tiene además grandes defectos de herencia, nace con una enorme imprecisión y luego navega a la deriva, sujeta a los caprichos de  las modas, o, lo que es peor, de los demagogos. Opino que este ha sido el caso de la palabra “humanismo”

          Confió en que mis hijos, cuando se enfrenten seriamente por primera vez con esta palabra, no recurran al diccionario de la Real AcademiaEspañola, porque se van a encontrar con una soberana, o mejor dicho, una real idiotez: “Humanismo –dice el diccionario-: el estudio de las letras humanas”. Por favor, ¿conocen ustedes algunas letras que  no sean humanas?. Si entonces se trata simplemente del estudio de las letras, ¿qué diferencia al humanismo de la literatura o de la filología?. No, el humanismo no tiene nada que ver con esa definición tan tonta, el problema de la palabra está en su origen, y en el hecho de que el concepto de humanismo nació miles de años antes de que se le diera nombre. Esto no es  raro; aunque pensamos que algunas palabras son eternas, muchas de ellas, algunas de las más importantes, en realidad acaban de nacer. La palabra humanista no estaba aceptada por la RAE de 1939, debió incorporarse allá por el 45. Como ejemplo de conceptos eternos sin su merecida palabra, les recuerdo que ni en Egipto, ni en la Grecia clásica, ni en la  Roma imperial  existía el término cultura, un término que no aparece hasta bien entrado el siglo XV.


          Para complicar aún más las cosas , resulta que la palabra humanista es muy anterior  a la de humanismo; en realidad es su origen.  En el Renacimiento, alrededor del 1300, se hizo común en Florencia una distinción entre los pensadores que se dedicaban a las Humanae litterae, los estudios de lo humano  y quienes se ocupaban de la divinae litterae , los estudios de lo divino. Aquí encontramos la causa de esa tontería actual en el diccionario oficial del español, por culpa de litterae. En latín, littera no solo significaba letra  y escrito, sino el objeto de los letrados, la ocupación y el estudio.Por lo tanto, los Humanae Litterae eran  los que se ocupaban de las cuestiones del hombre, en el sentido de lo terrenal.
Pettrarca y Bocaccio se convirtieron en los representantes de ese tipo de humanistas, dedicados al hombre – sobre todo hay que reconocer que se ocuparon por primera vez de la mujer – y revolucionaron su época y las posteriores.  

           No he introducido aquí una referencia a la mujer para agradar a un público femenino, sino porque, si para alguien el renacimiento fue un verdadero renacimiento, es para ese 54 por ciento de la humanidad, que desde que los cristianos descarnaron con conchas a Hipatia, la última directora de la biblioteca de Alejandria, y arrastraron su cadáver ensangrentado por  toda la ciudad, la mujer fue sepultada en vida y no volvió a aparecer hasta que Francesco de Petrarca resucitó a su amada Laura.
Incluso Bocaccio, en su Decamerón, se atreve a decir: “Además, cuando se hizo la ley, no se pidió el consentimiento a ninguna mujer, por lo que tal ley no debe ser válida.”

          Si hubieran nacido un siglo antes, aquellos humanistas que se atrevieron a rescatar a la mujer para la humanidad hubieran sido enviado al fuego del patíbulo o al hielo del exilio por los jerarcas vaticanos del  divinae litterae, pero por suerte para ellos, los obispos y los papas del momento eran unos asalariados pagados por los mismos señores florentinos que daban de comer y de vestir a los humanistas, los Medicci.

          La palabra humanista nació así entre las ruinas de la Edad Media y, sin embargo, aún faltaban quinientos años para que se escribiera la palabra humanismo por primera vez. Fue en alemán, en 1808, en el título de una obra de un educador bávaro,  Immanuel Niethammer, que se llamó, si no he traducido mal con la ayuda del querido  Guillermo Bown. “El  conflicto del filantropismo
y el humanismo en la  teoría de la enseñanza de la educación de  nuestro tiempo”. Aquellos si eran títulos. El padre de la palabra utilizó así humanismo como sinónimo de filantropismo, y antes de que pasasen diez años la palabra ya había sido adoptada con verdadero entusiasmo como “humanisme” por toda la Francia culta y revolucionaria.
          El humanismo francés, nacido entre las trincheras de una revolución que a la vez inventó la palabra guillotina, inundó el pensamiento social. Este aspecto del humanismo abrió para el pueblo las puertas del poder político y parió una bella criatura política, la declaración de derechos del hombre, en nuestros días todavía un adolescente al que cualquier tiranuelo hace enfermar de sarampión.

          También por aquella época, coincidiendo con la invasión napoleónica de Egipto – una de las pocas campañas militares de la historia que benefició a la humanidad – los literatos e historiadores descubrieron la enorme utilidad de la palabra humanismo cuando querían hablar de los aspectos sociales y filosóficos de la
Anterior revolución cultural, el Renacimiento.


          Cuando en las universidades y los liceos entraron los humanistas como Petrarca y Bocaccio, detrás vinieron en cadena Séneca, Aristoteles, Sócrates y Pitágoras, cuyo pensamiento, durante más de mil años, había quedado  secuestrado en los monasterios, excepto en la época y en las tierras de Alandalus, un luminoso proyecto abortado, como el caso de Alejandría, por la intransigencia y la intolerancia cristiana. Con todos esos pensadores en los cuadernos de los estudiantes de Lyon, de Paris y de Salamanca, el humanismo pasó a significar, por fin, el interés por la cultura clásica, por el legado griego y latino, por la filosofía y por el pensamiento laico.
Para la filosofía, el humanismo es un río que fluye y se deseca según las estaciones del pensamiento, entre Protágoras clásico que  nos enseñó que “el hombre es la medida de todas las cosas”, y un Schiller moderno que nos recordó que el ser humano  es la única porción del universo que sabe que lo es. Entre  Protágoras y Schiller, la porfiada confabulación de un dios con César, inventada por el maquiavélico Pablo de Tarso y firmada tres siglos después por el emperador Constantino, retrasó más de mil años el humanismo, forzó el separatismo de Mahoma y sumergió a Occidente y el mundo árabe en un pantanoso lodazal político-mágico-religioso del que aún no acabamos de salir.


          A partir de finalesdel siglo XIX, el “humanismo” ya se habia convertido en una bella señorita con la que todos querían presumir de haber yacido, y el mundo se llenó de “humanistas” que proliferaron como hongos. Humanistas de izquierda, humanistas de derecha, humanistas cristianos, humanistas científicos, humanistas radicales, humanistas liberales…humanistas, todos ellos, que descubrieron el humanismo marxista, el humanismo nacional socialista, el humanismo integral, el humanismo antiguo y el humanismo moderno, incluso el humanismo antropológico, lo cual ya es el colmo del humanismo, es como redondear el círculo. La palabra ,,usada, abusada, y en ocasiones deshonrada, comenzó a perder su significado. De señorita, pasó a cortesana, y ahí
La tenemos hoy, defendiendo aún su virtud y su buen nombre en la plaza pública.


          Un escritor francés  escribió una vez al filósofo Heidenberg una carta en la que le preguntaba: ¿cómo podemos devolver su significado al humanismo?. La respuesta del filósofo fue un enrevesado e incomprensible ensayo sobre el ser del que solo se salva una frase: “Su  pregunta – dice el filósofo – da a entender que parte usted de la base de que la palabra humanismo está perdiendo significado. Tiene usted toda la razón.”


          Desde entonces no solo no ha recuperado su significado, sino que nuevas  acepciones de la palabra humanismo han venido a complicar aún más la situación. Pobre palabra, humanismo, zarandeada  por unos y por otros, coloreada a su gusto por los diferentes partidos políticos, llevada al extremo de título y condecoración: “Doña Marta es una humanista,  qué gran humanista es don Luis…” Debería existir un mandamiento que prohibiera usar el nombre de humanismo en vano. Pero ya que no existe, y que se me permite  incluso a mi hablar de humanismo, vamos a intentar llegar a un acuerdo con su significado, a encontrar una concordia entre su imprecisión y lo que todos sospechamos que actualmente quiere decir.


          Para muchos, incluido el inventor de la palabra – que, por supuesto no lo fue del concepto -, humanista está en relación con filántropo y humanitario, definido como aquel que  mira o se refiere al bien del género humano. Pero este concepto es mucho, mucho más viejo que ese profesor alemán.


          El año pasado, en una importante revista científica, se publicó el trabajo de un grupo de paleontólogos que trabajaban en Etiopía, Habían descubierto la mandíbula de un antepasado del ser humano actual, un homo erectus, casi todavía un australopitecus, a la que le faltaban todos los dientes. (No se asusten no me he equivocado de conferencia). Hasta ahí nada extraordinario, es habitual encontrar mandíbulas de hominidos sin sus dientes…Pero sucede que los alvéolos de aquella mandíbula habían quedado cerrados por el crecimiento del hueso. Es decir, que ese individuo había vivido muchos años después de perder todos y cada uno de sus dientes, había seguido envejeciendo después de no poder alimentarse por sí mismo. Eso sí es extraordinario. Significa que hace un millón ochocientos mil años, alguien, seguramente una hembra, masticaba la comida por él, alguien había cuidado  durante años de su compañero, de su amigo o de su padre. ¡Albricias!. Sobre la faz de la Tierra había aparecido de repente la  conmiseración, la solidaridad, la gratitud, la fraternidad, el altruismo, el amor más allá del interés genético o
reproductivo…alguien, que probablemente ni siquiera podía caminar totalmente erguido, se había convertido
por dentro en un ser humano sin saberlo, Pero no porque un ser superior le hubiera dotado súbita y caprichosamente de un alma humana, signifique eso lo que signifique, sino porque el objetivo de su vida había  comenzado a ser … EL OTRO.


          El humanismo en su parecida acepción de humanitarismo, es tan viejo como la especie humana. Consiste, a mi juicio, en considerar que la dignidad del otro es tan importante como la propia, en hacer del “ser humano”, de todos y cada uno, nuestro centro de gravedad espiritual y social, el objetivo de nuestro esfuerzo y el propósito de nuestra vida. El humanista es quien considera que la humanidad existe no solo como un ente estadístico o numérico, sino como una multiplicidad de otros yo.


          Alguien podría aducir: “para eso  no hacía falta inventar una palabra parecida a la filantropía, para eso ya estaban las religiones antes de 1808, sobre todo las monoteístas como la judía, la cristiana o el islam. Cierto, es cierto, pro solo en parte. Cuando las religiones hablan del otro, del prójimo, se refieren a él como el objeto de nuestra atención, de nuestra solidaridad e incluso de nuestro amor pero no como un fin en sí mismo, sino como una herramienta con la cual nosotros podemos
conseguir un premio, la presunta salvación, el agradecimiento de Dios con la supuesta vida eterna y el paraíso. “Ama al prójimo como a ti mismo….¡para que tú te salves!. Ayúdalo a él….en tu beneficio. Ama al otro….para honra de Dios”. El objetivo está en la otra vida. El otro es circunstancial.


          El humanismo no es ulterior, no tiene los ojos puestos en el más allá, es citerior, es de este lado, es de acá. El otro es Otro en sí mismo,  no es objeto  de nuestra limosna como una inversión en el más allá, es merecedor de nuestra solidaridad aquí y ahora, de forma gratuita excepto por la enorme satisfacción de la propia dignidad, crecida al considerar como igual la dignidad ajena.


          Desde este punto de vista, desde esta acepción, ¿quién es un humanista entonces?. En mi opinión, quien ve en los demás, y por doquier seres humanos, no consumidores, no votantes, no clientes, no feligreses, no pacientes, no conductores , no peatones, no pobres, no ricos, no diputados, ni hombres ni mujeres, ni cristianos ni musulmanes, ni estadounidenses ni iraquíes….Es humanista quien ve en los demás seres humanos nacidos con la misma dignidad que él y que se mantienen dignos o caen en la indignidad por lo que cada uno de ellos es capaz de hacer en relación con los demás, incluido yo mismo. El humanista, desde este punto de vista, es quien pone de relieve el ideal humano, quien no reduce al ser humano a su utilidad o función específica en un lugar y tiempo determinado, sino quien lo ve o intenta verlo en su totalidad geográfica e histórica, en todas sus dimensiones. Es humanista quien está comprometido con un proyecto que comenzó hace miles de años.


          Este humanista, por lo tanto, no es un especialista que ve al ser humano desde la óptica de un médico, de un sociólogo, de un filósofo…Es un generalista, capaz de alcanzar una visión integral del hombre, material, animal, espiritual. Existe una simpática definición de especialista: especialista es quién cada vez sabe más y más sobre menos y menos hasta que al final sabe absolutamente todo sobre nada. Nada más lejos del espíritu humanista, por eso la relación que se estableció entre humanismo y renacimiento, porque el ser humano renacentista era universal en su mirada, aunque nunca hubiera salido de Florencia.


          Este enfoque universal del humanista en el ser humano habitualmente le añade espiritualidad, pero muy a menudo lo aleja de Dios. El humanista, lejos de ser  un ateo, lo cual sería un radicalismo – el no absoluto tiene tan poca defensa como el sí indudable - , este humanista – digo – tiende al agnosticismo, a pensar que lo divino, en todo caso, pertenece a otra esfera en la que la razón humana deja de ser una herramienta útil. El
humanista es racional, no hormonal, no cree, sabe, no supone, conoce, no busca remedios o consuelos mágicos a su inevitable mortalidad, busca dignidad para su vida y para las de todos los demás. Su trascendencia está en los otros.


          En mi profesión, el periodismo, es humanista quien prefiere difundir los problemas de una población como La Victoria, o la situación de indefensión infantil, o desenmascarar a un  político corrupto, que entrevistar al futbolista de turno que se casa con la Barbie de moda, o fotografiar  el top-less de una princesa monaguesca de vacaciones en Ibiza. En general en cualquier profesión, es humanista quien introduce diariamente en su proceder algo llamado ética, y quien antepone el bien común al provecho propio


          Pero hay riesgos en este humanismo tan terrenal que todo lo quiere abarcar. Uno de ellos está en el secuestro intencionado de la palabra, en  su rapto grosero. En creer que el humanismo es por definición una virtud que pertenece a unos y que está ausente en otros, que tiene un color político determinado, que solo existe en una confesión religiosa, que medra en un modelo de sociedad específico, que pertenece a Occidente porque se inventó en Europa. A mi juicio, los humanistas debemos ver con cautela que un grupo de humanistas se apropie del humanismo, por muy humanista que ese grupo sea. Porque el humanismo, entendido como teoría del humanitarismo, no es una filosofía específica, ni una escuela filosófica, ni un programa de gobierno, ni una política… es un valor en sí mismo, un principio que una vez establecido se aplica a todo, a la filosofía, a la política, a  la sociología, a la vida diaria.


          Otra acepción de humanista, otro significado que percibimos cuando escuchamos esta palabra, es el de pensador. Si nos subrayan el humanismo de alguien, suele ser en referencia a su cultura y a su profundidad de pensamiento. Esto está en relación más directa con el humanismo tal como se entendía en el siglo XIX y a principios del XX, con el cultivo de las artes y de las ciencias llamadas desde entonces “humanistas”. Está en relación con el estudioso de lo clásico, de lo perenne, de lo que subyace debajo de cada  cambio, de lo trascendental, de lo que casi podríamos llamar sabiduría, un concepto que casi da miedo mencionar pero que hay que hacerlo para hablar de ese humanismo.


          La sabiduría para el humanista está, creo, al final de un arco iris que acaba en el mar. Está al final de un bello camino empedrado con datos, algunos de los cuales, muy pocos, vamos convirtiendo en información. Esta información, a veces, solo a veces, y filtrada por la razón, nos sirve para conformar ideas, algunas de las cuales, muy pocas, agrupamos en lo que llamamos conocimiento. Parte de este conocimiento en muy escasas ocasiones nos lleva hasta el pensamiento, y con él, por fin, sumándole sentimientos y conciencia, podemos llegar a la verdadera costa, a la orilla de la sabiduría, un mar en el que muy pocos se han bañado.


          En este sentido, el humanista es aquel que, al menos, sabe caminar por ese sendero de datos, información, conocimiento y conciencia, en la esperanza de que después…esté el mar. Algunos, como los gnósticos y los místicos, han intentado alcanzar el mar sin recorrer esta vereda, han tomado el camino de Oriente, que probablemente es un buen atajo hacia la costa,  que en occidente está oculto detrás de los anuncios luminosos.


          Desde este punto de vista, el humanista es un rara avis, una especie en extinción que huye de una oscura y tóxica niebla que le persigue y que se llama mercado. Esta enemistad declarada se debe a que al mercado solo le interesan los primeros centímetros de ese camino, los datos, la información y algunos conocimientos , conceptos, todos ellos, que se pueden convertir en productos y vender y comprar, en forma, por ejemplo de comunicaciones, publicidad y títulos de universidades privadas.


          De esta forma nos encontramos hoy con ciudadanos rebosantes de conocimiento, compulsivos compradores de datos y de información, que carecen del más mínimo interés por la palabra sabiduría, que ni siquiera han visto aquel arco iris, ni mucho menos han sentido la brisa de ese mar. Y al contrario, a veces damos con seres humanos henchidos de humanismo a cuyo hablar y cuyo silencio acompaña un rumor de olas, seres que no tienen más título que su conciencia. Les doy mi palabra de honor que preferiría volver a conversar con aquel viejo patriarca de un grupo de pastores musulmanes del Sinaí, al que no olvido desde hace 30 años, que entrevistar a muchos de los líderes occidentales con los que he hablado luego. Les aseguro que he encontrado mucha más sabiduría y humanidad en un taxista de El Cairo que en algún jefe de Estado del Caribe; que en los ojos llorosos de un médico en Sudán he visto mucho más humanismo que en los de todos los obispos que he conocido; créanme que aquí, y en la Cóndor nueve, se sabe mucho más de humanismo que entre los dorados pendones de muchas aulas magnas.


          ¿Está amenazado este humanismo?. Sin duda que lo está. Está amenazado para empezar, por los de siempre, por los divinae litterae, sobre todo en esta época en la que escasean los Medicci y en la que un emperador calvinista asiste en primera fila al entierro de un papa y el nacimiento de otro, para estupor de más de medio mundo;  está amenazado por los dueños de la verdad, por los dogmáticos, por quienes apalean a los demás armados con un certificado  de propiedad sobre los valores y las virtudes. Está amenazado por los terroristas y por los anti terroristas, capaces , tanto unos como otros, de bombardear  al prójimo para defender sus propias ideas, su sistema político, sus marcas comerciales o incluso su particular concepción de humanismo. Está amenazado por quienes, en nombre de la humanidad, acosan al ser humano.


          A una bella exiliada española en México, dedicada en su ancianidad a la filantropía desde su refugio en el mítico Tepozlán, le pregunté una vez: en tu opinión, ¿qué es arte?.  “Arte – me dijo -  es la sublimación de lo inútil”


-        Pero qué barbaridad me estás diciendo, Eugenia, cómo puedes decir eso del arte.

-        Es un elogio jovencito – me dijo -, o crees que la Capilla Sixtina tiene utilidad como tejado, que la Novena Sinfonía se come, o que el David de Miguel Angel sirve como perchero. Solo el ser humano es capaz de hacer algo inútil, y solo los artistas pueden alcanzar la más divina y perfecta inutilidad.


          El humanismo es absoluta y felizmente inútil, no sirve para pagar una hipoteca ni para arreglar un frigorífico. Ni siquiera nos prometen que sirva para ganarnos el cielo, si existiera. Servir solo sirve para intentar llenar de contenido la palabra humano, para hacernos más dignos de serlo, para encontrar sentido al breve hecho de estar aquí, para inculcárselo a nuestros hijos, para avanzar en la construcción de eso llamado humanidad y, en algunos casos, para dejar una efímera huella de nuestros pies en esa arena bañada por aquel mar.

ALONSO DE CONTRERAS
Martes, 21 de Junio de 2005, Santiago de Chile